La noche había caído con una lentitud agónica. Afuera, el viento soplaba contra las ventanas, arrastrando las últimas hojas secas del otoño. En la casa, el ambiente era aún más gélido que el exterior.
Isaac caminaba de un lado a otro en la sala, su ceño fruncido, sus manos cerrándose y abriéndose en puños a cada segundo. El silencio entre él y María José era tan pesado que casi podía sentirse como una pared entre ambos.
Ella, de pie cerca de la mesa, jugueteaba nerviosamente con el borde de su suéter, evitando mirarlo directamente. Sabía que esa conversación era inevitable. Había sentido la tensión construirse entre ellos desde hacía días, una tensión que ninguno de los dos quiso enfrentar hasta ahora.
Finalmente, Isaac rompió el silencio, su voz ronca y llena de reproche.
—¿A qué estás jugando, María José? —espetó, mirándola directamente.
Ella parpadeó, sorprendida por la dureza de su tono.
—¿De qué hablas? —preguntó en un susurro, aunque en el fondo sabía exactamente de qué hablaba.