El cielo comenzaba a teñirse de tonos dorados y rosados cuando el automóvil negro atravesó el extenso camino de piedras blancas que conducía a la gran mansión. Samuel, con la nariz pegada a la ventanilla, observaba con los ojos muy abiertos, llenos de asombro y emoción.
—¡Papá! ¡Ya llegamos! —exclamó, rebotando en su asiento—. ¡Es mi casa!
José Manuel sonrió mientras aparcaba frente a la entrada principal.
—Sí, hijo. Estamos en casa.
Samuel bajó del auto incluso antes de que el chofer pudiera abrirle la puerta. Corrió por el camino de piedra como si cruzara un puente hacia un mundo mágico. Los jardineros detenían su labor para saludarlo con una sonrisa, y desde la puerta principal, uno de los mayordomos lo recibió con un gesto cordial.
—¡Todo sigue igual! —gritó Samuel mientras giraba en el jardín—. ¡Mi fuente! ¡La del pececito!
José Manuel lo seguía con pasos tranquilos, sintiendo cómo la ternura lo invadía al ver a su hijo tan feliz.
Entraron a la mansión, y el eco de los pasos reso