Eliana sentía que su cuerpo ya no le pertenecía. Cada roce, cada mirada, cada suspiro de José Manuel era una invitación al abandono. No al abandono de su dignidad ni de su fuerza, sino a rendirse a todo aquello que había estado negando durante tanto tiempo: que aún lo amaba, que aún lo deseaba, y que su piel seguía reconociendo solo una.
José Manuel la besaba con una lentitud reverente. Sus labios recorrían su rostro como si buscaran memorizarlo otra vez, detener el tiempo en cada curva de su mejilla, en cada respiro que se escapaba de ella. El beso no era solo deseo, era ternura, dolor, redención.
—Dime si debo parar —susurró, sin separarse demasiado.
Ella asintió lentamente.
Él la miró con calma, con esa intensidad que una vez la hizo enamorarse y luego la obligó a escapar.
—Entonces no tengas miedo —dijo con voz suave, colocándose a su altura—. Solo quiero que esto signifique lo que tú quieras que signifique.
Y fue ahí donde Eliana lo eligió otra vez.
Sin palabras, lo atrajo hacia