El cielo había comenzado a oscurecer antes de lo habitual. Un viento tibio agitaba suavemente las copas de los árboles, y la tarde se deslizaba lenta, casi somnolienta, como si todo en el universo anunciara un cambio.
En casa de José Manuel, Samuel corría por el pasillo con su pijama de dinosaurios, riendo mientras trataba de evadir a su padre que lo perseguía con un vaso de leche.
—¡Samuel, detente! Tienes que tomarte esto —dijo José Manuel entre risas.
—¡Solo si me alcanzas! —gritó el niño, con esa energía inagotable que solía tener al final del día.
Pero de pronto, algo cambió.
Samuel tropezó.
No con algo externo, sino con su propio equilibrio. Y en vez de caer jugando, se derrumbó con torpeza, con una debilidad extraña en las piernas que no coincidía con su vitalidad de minutos antes.
—¡Hijo! —José Manuel se arrodilló junto a él—. ¿Estás bien?
Samuel no respondió enseguida. Sus ojos parpadearon con lentitud. Su rostro se tornó pálido. Y entonces, como si el cuerpo le fallara, se d