La noche había sido larga. José Manuel y Eliana apenas habían cerrado los ojos, alternando turnos en la silla incómoda junto a la cama de Samuel, quien dormía profundamente tras la medicación. Las horas pasaban lentas, como si el tiempo estuviera arrastrando los pies. Aun así, había una sensación de tregua entre ellos. Como si la quietud de esa habitación de hospital les hubiera permitido respirar juntos otra vez.
Cuando el primer rayo de luz se filtró por las rendijas de la ventana, Eliana se desperezó sin alejarse del niño. Tenía la mano de Samuel entre las suyas, tibia, frágil, pero aún aferrada a ella. José Manuel dormía ligeramente recostado sobre la mesa plegable, con el abrigo a modo de manta improvisada. Tenía el rostro cansado, pero en paz.
El leve pitido del monitor cardiaco seguía su curso. Regular. Constante. Tranquilizador.
Hasta que no lo fue.
Un segundo. Luego otro.
Eliana lo sintió antes de oírlo. Un cambio sutil, casi imperceptible, pero presente. Una pausa en el piti