La noche era serena, y el cielo estrellado parecía haber descendido un poco sobre la ciudad. Eliana, en pijama de tela suave y con una taza de infusión caliente entre las manos, estaba sentada en su sofá, cubierta por una manta ligera. No había encendido la televisión, ni tenía música puesta. Solo disfrutaba del silencio, uno distinto. No uno que doliera, sino uno que se sentía como una pausa necesaria.
Recordaba los días anteriores con José Manuel y Samuel como si fueran parte de un sueño. Su corazón todavía estaba lleno de preguntas, pero también de una calidez que le quemaba por dentro… de una esperanza que no se atrevía a nombrar en voz alta. No quería romper la magia que todavía quedaba flotando en las esquinas de su casa.
El timbre sonó de pronto, interrumpiendo sus pensamientos. Eliana miró el reloj. Pasaban las ocho y media. Se levantó extrañada, dejó la taza sobre la mesa y caminó hacia la puerta.
—¿José? —murmuró para sí mientras giraba el picaporte, esperando encontrar a es