La madrugada se colaba por las rendijas de la casa como un susurro tenue, abrazando las paredes con una calma engañosa. Todo estaba en silencio, salvo los latidos —los de Eliana y José Manuel—, que resonaban en el centro de esa habitación como tambores apagados.
Eliana seguía sentada, cubierta con la sábana que él le había puesto con tanto cuidado. A su lado, José Manuel apenas se atrevía a respirar. Había palabras suspendidas entre los dos. Algunas dolían, otras suplicaban ser dichas. Pero ninguna salía aún.
Entonces, él lo hizo.
Se arrodilló.
No como quien busca lástima. No como quien espera redención inmediata. Sino como quien ya no tiene orgullo al cual aferrarse, solo verdad. La verdad cruda, desnuda, de haber fallado.
—No me importa si ya me perdonaste en silencio o si aún no puedes hacerlo —dijo José Manuel, con la voz ronca, quebrada por dentro—. Pero yo necesito decirlo. Esta vez… entero.
Sus ojos se elevaron hasta los de Eliana. Ardían. No por furia. Por vergüenza. Por arrep