Eliana cerró la puerta trasera con manos temblorosas, como si de pronto el mundo exterior se hubiera vuelto un enemigo mortal. La cerradura sonó con un clic seco que no le dio paz, pero necesitaba fingir fortaleza por ellos.
Gabriel seguía llorando, hecho un ovillo junto al sofá, abrazando con desesperación un cojín que estaba a su lado. Samuel, desorientado por el caos y el llanto, se había sentado en el suelo con la boca entreabierta, mirando fijamente a su Gabriel como si con eso pudiera entender qué estaba pasando.
Eliana respiró hondo. Una vez. Otra. Sabía que no podía dejar que el miedo le ganara.
Se agachó frente a Gabriel.
—Mi amor… mi amor, escúchame —le dijo, con voz temblorosa pero dulce—. Tu mamá está en camino al hospital. La están ayudando. La van a cuidar, ¿sí?
Gabriel negó con la cabeza, las lágrimas seguían cayendo sin control.
—Estaba en el suelo… no se movía… —balbuceó con la voz rota—. ¿Por qué? ¿Por qué, Eliana?
Ella tragó saliva.
—No lo sé, cielo. No lo sé… pero