El jardín estaba iluminado por una luz tibia, esa que antecede al medio día. Samuel y Gabriel corrían por el césped, riendo a carcajadas, ajenos al mundo de los adultos que los observaban desde la pequeña banca de madera cerca de la fuente.
Isaac recibió una llamada justo en ese instante. Su celular vibró con insistencia. Se levantó algo incómodo, se disculpó con una mirada hacia Eliana y María José, y se alejó hacia un costado de la casa, con el teléfono pegado a la oreja.
Quedaron solas.
Eliana y María José permanecieron unos segundos en silencio. Ambas miraban a los niños, como si ese fuera el punto seguro, el lugar neutral donde sus mundos no colisionaban.
Fue Eliana quien rompió ese silencio:
—Gabriel es muy lindo… Tiene una sonrisa contagiosa —comentó con suavidad, sin mirarla directamente.
María José asintió, más relajada.
—Gracias… —hizo una pausa—. Todos dicen que se parece a mí, aunque tiene el carácter del papá.
Eliana sonrió por cortesía, pero algo en su expresión se nubló