El ascensor subía con lentitud desesperante, como si quisiera darle tiempo para arrepentirse.
Amanda respiraba agitada, con las manos heladas y la sensación pegajosa de tener el estómago hecho un nudo.
Había dormido apenas un par de horas; el resto de la noche lo había pasado sentada en el suelo de su habitación, abrazándose a sí misma, pidiéndole al universo que borrara lo que había pasado con Daniel.
Ese instante asqueroso.
Ese forcejeo.
Ese asalto disfrazado de “coqueteo imposible de rechazar”.
Ese momento en el que tuvo que empujarlo para poder escapar.
Esa bofetada con la que se defendió, pero que a su vez podía ser usado en su contra.
Había sentido náuseas toda la madrugada.
Y lo peor no era el miedo.
Lo peor era la impotencia.
Daniel era el jefe, el heredero de la joyería Van Ness.