GIULIA
El auto se detuvo frente a una mansión enorme, imponente, de muros altos y ventanales oscuros que parecían observarnos como ojos hostiles. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda; sabía que Isabella estaba ahí dentro, atrapada, y cada segundo lejos de ella era una tortura.
Dante giró hacia mí con esa mirada dura, implacable.
—Giulia, no vas a intervenir. Te quedas en el auto. Yo voy a negociar la libertad de Isabella y Fiorella.
Apreté los puños.
—¿Cómo puedes pedirme eso? ¡Es mi hija!
Él no se inmutó.
—Precisamente por eso. Tú te quedas. Yo sé lo que hago.
Antes de que pudiera responder, giró hacia Marco y los demás hombres que lo acompañaban.
—Quiero a dos en el perímetro, uno en la entrada. Atentos y listos para disparar si fuese necesario.
Mi corazón ardía de rabia.
—¡No me des órdenes como si fuera una más de tus soldados! —le reclamé, incapaz de contenerme.
Sus ojos me taladraron con esa frialdad que me hacía sentir insignificante.
—Te pedí que no int