GIULIA
Después de la cena sentí que por fin podía respirar. El aire de la cocina, cargado con el olor de especias y pan recién horneado, me resultó más soportable que la tensión que impregnaba el comedor.
Haber estado en esa mesa con Marcella, verla comer con tranquilidad, como si no cargara veneno en cada palabra y en cada gesto, me había puesto al borde del colapso. Riccardo no apareció en la cena y, por momentos, llegué a pensar que Marcella lo había matado. La idea me carcomía, me llenaba de impotencia y de miedo.
Necesitaba salir de allí. Sentía que el pecho me ardía, como si el aire dentro de la casa se hubiese vuelto demasiado espeso para mis pulmones. Caminé hacia el jardín en busca de un respiro, de un poco de silencio para soltar todo lo que me ahogaba.
Entonces sucedió. Una mano fuerte me cubrió la boca y otra me jaló hacia los arbustos. El corazón me estalló en los oídos y la adrenalina me dio fuerzas para golpear a mi atacante con el codo.
—¡Auch! —escuché una queja aho