CAPÍTULO 06

GIULIA 

Desde que crucé la puerta de aquella mansión, tuve la sensación de que todo lo que conocía estaba a punto de desaparecer. Pero nada me preparó para lo que vi al ingresar a la cocina.

Era inmensa. Brillante. Cada superficie parecía de mármol pulido. Había más utensilios de los que podría contar, ollas colgadas por tamaño, cuchillos tan afilados que cortaban el aire y una estufa de hierro fundido que parecía salida de un sueño… o de un cuento de hadas oscuro.

Está era la cocina anhelada por todo chef. Una cocina completa solo para él. Con todo los utensilios y herramientas más finas del mercado. 

—Tienes una hora —ordenó Dante con voz seca—. Si me gusta lo que cocines, te quedarás. Si no… ya sabes su destino.

Tragué saliva, manteniendo mi rostro sereno. Él salió sin esperar respuesta. Respiré hondo. No había tiempo para dudas. 

Tomé lo esencial: ajo, cebolla, algo de perejil, aceite de oliva virgen, tomates maduros. No iba a impresionar con un plato extravagante, pero sí con el sabor de hogar. Preparé unos fettuccine al pomodoro con mi toque personal: una pizca de azúcar para balancear la acidez, albahaca fresca y parmesano rallado a mano.

La cocina era mi pasión, amaba el sonido del cuchillo traspasando los vegetales, el olor de las especies en la sartén. 

En menos de una hora, el platillo estaba servido. Lo coloqué en una vajilla blanca impecable y esperé.

Marco llegó. Me indicó que lo siguiera hasta el comedor. Todo en esa casa parecía sacado de otra época: candelabros colgantes, vitrales, columnas talladas. Pero nada imponía tanto como Dante sentado a la cabecera.

Coloque el plato frente a él. 

Probó el primer bocado. Su rostro era una máscara, pero sus cejas se arquearon apenas… y lo supe. Le gustó. Aunque no lo dijera.

—No está mal —murmuró, dejando el tenedor—. Puedes quedarte… pero la niña no.

—¿Qué? —Mi voz se quebró por un instante—. Ese no era el trato. Mi hija y yo somos un paquete. Vamos juntas o no vamos.

Él me miró como si yo fuera una simple hoja arrastrada por el viento.

—Detesto a los niños. Te puedes quedar pero tu hija se va. 

—Mamá…

Fue entonces que escuché la voz de Isabella, su vocecita suave llamándome desde algún lugar del pasillo.

—¡Mamá!

Corrí hacia ella. La abracé con fuerza, sintiendo cómo mi mundo, por un momento, volvía a girar.

—¿Estás bien? —le susurré. Toqué su cuerpecito tratando de encontrar algún daño en ella. 

—Siento olor a mi platillo favorito… ¿Lo preparaste?

Sonreí, con lágrimas en los ojos.

—Sí, mi amor.

Dante se acercó. Observó a Isabella como si fuera una criatura ajena a su mundo.

—¿Esa niña es tu hija?

Asentí. No me importaba lo que eso significara. Me puse frente a ella como escudo. Tenían que matarme antes de hacerle daño a mi hija. 

Sin decir una palabra más, Dante se volvió hacia Marco.

—Llévalas al sótano. Que se instalen en una habitación. Y dile a Aurora que le explique las reglas de la casa.

Nos miró una última vez, luego se marchó, como una sombra larga y helada.

Eso significaba que me permitía quedarme con mi hija. 

Marco me guió por un pasillo angosto que descendía en espiral. Las paredes eran de piedra rugosa, el aire húmedo. Isabella me apretaba fuerte.

—Espérame aquí —dijo Marco tras abrir una puerta.

Unos minutos después regresó acompañado de una mujer robusta, de rostro severo y voz áspera como papel de lija.

—Ella es Aurora —dijo Marco—. La jefa del personal.

Aurora me miró como si ya estuviera decepcionada de mí.

—¿El jefe sabe que hay una niña aquí?

—Sí —dijo Marco, algo tenso—. Orden suya.

—Hmph.

Me condujo a una habitación pequeña, con una cama de hierro, una mesa y una lámpara antigua.

—Escucha bien, cocinera —empezó, cruzándose de brazos—. El señor Moretti desayuna a las siete en punto, almuerza a la una y cena a las ocho. Si llegas un minuto tarde, prepárate para las consecuencias. Odia los ruidos, los errores y sobre todo… los niños.

Me estremecí.

—Mantenla lejos de las habitaciones de arriba. Si él la escucha corretear, no se tentará el corazón para hacerla desaparecer. ¿Entendido?

Asentí, con el estómago encogido.

—Mañana recibirás tu uniforme. Se espera que lo uses todos los días. Si lo manchas, lavas. Aquí nadie es especial.

Con esas palabras, Aurora salió.

Me senté en la cama, aún con Isabella en brazos. Ella apoyó la cabeza en mi pecho.

—Mamá… tengo miedo.

La abracé con fuerza y le besé la frente.

—Lo sé, mi amor… Pero yo estoy contigo. Siempre. Y mientras estemos juntas, nada nos vencerá.

Ella cerró los ojos, confiada en mi promesa.

Yo, en cambio, me permití llorar en silencio. Salí del infierno de Rachelle… solo para entrar al Seol de Dante Moretti.

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