Isabella seguía corriendo, llorando sin poder detenerse. Todo estaba mal. Había guardado secretos que la hacían vulnerable, y ahora, sus amigas, su hermano, y hasta esos trillizos lo sabían. Las lágrimas brotaban sin control de sus ojos. ¿Cómo habían llegado a este punto?
Dejó de correr cerca de la carretera. Unos mendigos estaban sentados en la vereda, y al pasar junto a ellos, su cuerpo empezó a tensarse. Se sintió perseguida.
—¿Isabella? —preguntó una voz conocida.
Era uno de los amigos de Adán. Uno de esos malditos de aquella noche fatídica. Al verlo, Isabella comenzó a hiperventilar. Quiso correr, pero se torció el pie. El desgraciado aprovechó el momento, la tomó del brazo y la arrastró a un pasaje oscuro. La lanzó contra la pared, sujetándola con fuerza.
—Esa noche vi tu cuerpo, Isabella —susurró con asco—. Me gustó escucharte gritar. No alcancé a tomarte entonces, pero esta noche lo haré.
La puso de espaldas contra el muro. Isabella apenas podía respirar. El llanto sacudía su