Regresé a casa cuando el cielo comenzaba a teñirse de un naranja cansado. El día había sido largo, pero increíble. Daniel no dejó de reír ni un segundo en Gardaland, y ver su sonrisa fue como un bálsamo para todo lo que últimamente pesaba en mi pecho. Mamá también disfrutó, aunque se notaba agotada. No recordaba la última vez que habíamos pasado un día así: juntos, sin pensar en hospitales, dinero o responsabilidades. Solo… viviendo.
Pero en cuanto el auto se detuvo frente a la mansión, esa paz empezó a diluirse.
Axell me miró de reojo antes de bajarse para abrir la puerta.
—¿Segura que no quieres que te acompañe hasta dentro? —preguntó con ese tono protector que siempre usaba.
—Estoy bien, Axell. Descansa tú también —le respondí con una sonrisa leve.
Cuando crucé la puerta de la casa, el silencio me envolvió por completo. Era un silencio distinto al habitual, cálido, casi expectante. No había rastro del sonido constante del piano que a veces Alessandro tocaba en sus noches de insomni