Al otro día amaneció con un cielo tan despejado que parecía una invitación.
El tipo de mañana que, aunque no digas nada, ya promete que algo bonito va a pasar.
Me levanté temprano, antes de que el despertador sonara, y por primera vez en mucho tiempo no sentí el peso del cansancio sobre los hombros.
Me vestí rápido: unos jeans claros, una blusa blanca de tirantes y una chaqueta ligera.
Nada de maquillaje cargado, nada de apariencias. Solo yo, lista para escapar un poco del mundo Moretti.
Cuando bajé al lobby, Axell ya me esperaba —porque, evidentemente, ese hombre debía tener un radar que detectaba mis movimientos—.
Tenía las llaves del auto en la mano y esa expresión seria e impenetrable de siempre.
—¿Lista, Isabella? —preguntó.
—Sí. Vamos directo a casa de mi mamá.
—De acuerdo —asintió.
Mientras el auto avanzaba por la carretera, la ciudad despertaba con nosotros. Los cafés empezaban a llenarse, los niños cruzaban la calle con mochilas más grandes que ellos, y el aire olía a pan rec