La casa estaba demasiado silenciosa.
El tipo de silencio que no es paz, sino espera.
Isabella estaba arriba, en su habitación. Yo había vuelto temprano, cosa que casi nunca hago. No porque tuviera tiempo, sino porque necesitaba verla. A veces ni yo entiendo por qué. Quizás porque cuando ella está cerca, todo lo demás —negocios, sangre, control— se vuelve ruido.
Le dejé una nota en el comedor:
“Cenamos juntos esta noche.”
Nada más.
No necesitaba adornarlo.
Cuando bajó, el reloj marcaba las ocho y media. Su cabello caía suelto, húmedo, como si se hubiera bañado sin prisa. El vestido negro, sencillo pero malditamente perfecto, se movía con cada paso como si supiera lo que hacía conmigo.
—¿Cenamos juntos o fue una trampa? —preguntó con esa voz suya, calmada pero cortante.
—Las trampas no se avisan —le respondí.
Una sonrisa leve, apenas una curva en los labios. No era dulce. Era peligrosa.
Esa mujer aprendió a mirarme sin bajar la cabeza, y por eso cada gesto suyo me desarma más que una ba