Alana Torres, no era contadora ni ingeniera, sino una brillante y rigurosa Abogada Penalista cuya ética era tan inquebrantable como sus sentencias. Su matrimonio con Gabriel Alcántara era, y siempre fue, una alianza política. Gabriel, un carismático y ambicioso Senador, la había desposado para usar el legado de su padre, el respetado Juez Supremo Ricardo Torres, como escudo de honor. En los cinco años de su unión, Alana había mantenido la fachada, mientras que, en secreto, había ido recopilando datos sobre la dudosa financiación de su campaña. Sabía que la traición no era solo conyugal, sino cívica.
El golpe final no llegó con un collar de rubíes o una infidelidad furtiva, sino en una masiva rueda de prensa televisada en el Capitolio. Alana estaba viendo la transmisión en vivo desde su despacho, esperando el anuncio de Gabriel de una nueva ley de reforma judicial que ella había redactado. Sin embargo, lo que escuchó la paralizó, no por desamor, sino por el descaro político.
—Me es grato anunciarles, como mi esposa, Alana Torres, lo sabe, que nuestros caminos políticos deben separarse —declaró Gabriel, con una sonrisa ensayada que no le llegaba a los ojos—. Ella continuará su noble trabajo en la ley, pero mi nueva compañera de fórmula y mi futura esposa, la mujer que me llevará a la presidencia, es la inigualable Isabel Soler, mi jefa de campaña.
Isabel, vestida con un traje de poder, se paró a su lado y sonrió triunfalmente a la cámara. Su mano se posó en la espalda de Gabriel con una intimidad estudiada que era un claro mensaje para Alana. Gabriel, sin siquiera un atisbo de vergüenza, le dedicó un beso protocolario. El divorcio no era una formalidad legal; era un golpe de Estado público dentro de su propio matrimonio. Alana no sintió dolor, sino la helada claridad del cálculo. Gabriel no solo estaba reemplazándola, sino que estaba intentando borrar el prestigio de su familia de su currículum.
Alana tomó una copa de agua para calmar la náusea de la injusticia, no de la pena. En ese momento, la Secretaria del Senado, Elisa de Alcántara, la madre de Gabriel y la verdadera titiritera política de la familia, llamó a su móvil.
—¡Tienes que firmar los papeles del divorcio antes del anochecer, Alana! ¡El escándalo de la esposa abandonada puede ser fatal para la campaña! Te daremos una generosa indemnización por tu silencio y por el uso de los archivos de tu padre.
—No necesito su dinero, Elisa. Y la indemnización es por la acción de encubrimiento que su hijo me obligó a realizar durante años. Ustedes no quieren mi silencio; quieren mi firma para legalizar la corrupción —respondió Alana, con la voz templada.
ACCESO DE ALANA: Su mente volvió a la única cosa que le quedaba de su padre: las cenizas que guardaba en un relicario de plata en su caja fuerte personal, en realidad, un microchip de memoria encriptado que contenía los archivos de sus casos más sensibles, el “Legado Judicial” que Gabriel buscaba.
—Le daré mi respuesta mañana —dijo Alana, colgando. Su venganza no sería económica; sería un juicio a cielo abierto que destrozaría la carrera de Gabriel. Esa misma noche, Alana se puso en contacto con la única persona que había estado investigando a Gabriel en la sombra: Julián Whitethorn, el influyente y misterioso editor jefe del periódico de oposición, La Verdad Oculta. Su alianza no sería por negocios, sino por la sed de justicia.