Mientras el país celebraba la caída de Gabriel, Elisa de Alcántara, la matriarca y la verdadera titiritera, no estaba dispuesta a rendirse. Para ella, el honor familiar y el dinero eran lo mismo. Utilizando sus contactos restantes en las altas esferas judiciales, consiguió que un juez aliado emitiera una orden de emergencia que congelaba todas las cuentas bancarias de Alana.
—No te saldrás con la tuya, Alana. Te demandaré por traición a la patria y por difamación. El juez ha determinado que todos los bienes de tu divorcio son producto de una conspiración para desestabilizar la política nacional —advirtió Elisa por teléfono, con una voz baja y venenosa. La táctica de Elisa era clara: paralizar a Alana económicamente para forzarla a una negociación humillante.
Alana no se inmutó. La amenaza ya no era sobre el matrimonio o el dinero; era sobre el poder y la supervivencia.
—Señora Alcántara, sus acciones son desesperadas. Está usando contactos para cometer fraude procesal. ¿De verdad cree