La reunión con el contacto de la Interpol, el Inspector Camilo Vélez, se llevó a cabo en el segundo piso de una antigua biblioteca pública, un lugar elegido por su aparente inocuidad y por la seguridad silenciosa que ofrecían las cámaras de vigilancia. Vélez era un hombre de unos cincuenta años, con barba canosa y una mirada penetrante, cargada del cansancio que solo se ganaba persiguiendo los fantasmas del pasado en el tráfico de bienes culturales. Se sentó frente a Alana Torres y Julián Whitethorn, manteniendo una distancia profesional y escéptica, reacio a confiar en la prensa o en los abogados con agendas personales.
"Señora Torres, Señor Whitethorn. Respeto el poder que han demostrado al derribar a un senador. Pero no soy un fiscal de distrito. Estoy persiguiendo un circuito de tráfico internacional con ramificaciones en Europa y Asia. El caso Alcántara, hasta donde sé, fue fraude y blanqueo," declaró Vélez sin rodeos, su voz áspera como papel de lija. "Ustedes hablan de Diana Al