Alana Torres, no era contadora ni ingeniera, sino una brillante y rigurosa Abogada Penalista cuya ética era tan inquebrantable como sus sentencias. Su matrimonio con Gabriel Alcántara era, y siempre fue, una alianza política. Gabriel, un carismático y ambicioso Senador, la había desposado para usar el legado de su padre, el respetado Juez Supremo Ricardo Torres, como escudo de honor. En los cinco años de su unión, Alana había mantenido la fachada, mientras que, en secreto, había ido recopilando datos sobre la dudosa financiación de su campaña. Sabía que la traición no era solo conyugal, sino cívica.El golpe final no llegó con un collar de rubíes o una infidelidad furtiva, sino en una masiva rueda de prensa televisada en el Capitolio. Alana estaba viendo la transmisión en vivo desde su despacho, esperando el anuncio de Gabriel de una nueva ley de reforma judicial que ella había redactado. Sin embargo, lo que escuchó la paralizó, no por desamor, sino por el descaro político.—Me es gra
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