El aire en la sala del tribunal era tan denso que Harper sentía que se ahogaba con cada respiración. No olía a justicia, ni a la solemnidad de la ley, sino a miedo y a una desesperanza asfixiante que se adhería a las paredes de madera oscura y al frío mármol del piso.
La luz fluorescente, dura y sin vida, hacía que los rostros de los presentes parecieran pálidos fantasmas. Detrás de ella, las filas de asientos estaban ocupadas por la prensa, los ojos curiosos de los periodistas no perdían detalle en medio de la penumbra que significaba ese día para la chica.
Harper se sentía como si su vida no fuera suya, sino un espectáculo público, un teatro televisado en el que era la única en no conocer el guion.
Frente a ella, el Detective Vaughn atestiguaba con una frialdad y una convicción que la hacían sentir como si estuviera escuchando la historia de otra persona. Su voz grave y monótona recitaba una cronología de eventos que no encajaban con la verdad.
—La señorita Lane fue identificada en la escena, sosteniendo el maletín y el arma homicida — dijo el detective, su mirada era firme y sin pestañear —. La pistola fue recuperada en su persona, donde la había escondido después de perpetrar el crimen. Los testigos vieron a la señorita Lane huir del lugar del accidente con el maletín y el arma.
Harper sintió un escalofrío que le recorrió la espalda. El hombre herido le había entregado el maletín. El arma, fría y pesada, había estado en el regazo de la víctima. Él se la había entregado.
¿Cómo podía el detective mentir con tanta convicción? Ella, que en realidad solo había sido testigo de un desafortunado accidente, se había convertido en una asesina.
Se giró hacia Richard Montclair, su abogado, buscando una señal de que iba a intervenir, a protestar. Pero él solo estaba sentado a su lado, con la mirada fija en el Detective Vaughn, sin ninguna reacción.
—Objeción, su señoría — dijo una voz en la sala. Era alguien en medio de la gente, una mujer de cabello pelirrojo con la cara cubierta de pecas y una mirada tan intensa como una antorcha. Su nombre era Allison Parker. Ella se levantó y su voz resonó en la sala —. El Detective Vaughn sugiere que, tal vez, la víctima fuera robada por la señorita Lane. No hay pruebas de que ella lo robara, ¡al contrario! Parece que él mismo le entregó el maletín a la acusada.
Richard Montclair sonrió. Una sonrisa arrogante y burlona que no llegó a sus ojos.
—Señorita Parker, ¿podría, por favor, dejar de interrumpir el juicio? — dijo el abogado, su voz era un susurro frío —. El Detective Vaughn está dando un testimonio veraz.
—No lo es. — dijo Allison, su voz era un grito, de inmediato, los flashes de las cámaras de la prensa se enfocaron en la mujer revoltosa y los bolígrafos volaban en las libretas de apuntes —. El Detective Vaughn no está ofreciendo una información objetiva, se basa en sus posiciones.
—Su señoría, la señorita no debería interrumpir así la sesión, ¿dónde está el personal de seguridad? — Montclair volvió a decir — Además, defender a mi clienta es mi trabajo, señora, no el suyo.
Harper tragó grueso y lanzó una mirada a Allison Parker, no era normal que alguien interrumpiera el juicio así de ese modo, no tenía sentido. La mujer parecía incómoda, como si quisiera desmontar algo más, y se movía constantemente en la silla.
El juez, un hombre de edad avanzada con una cara dura y arrugas profundas, alzó la voz.
—Señorita Parker, le agradezco que evite las interrupciones, o mandaré a que la saquen de la sala — dijo el juez, su voz era un tono grave y autoritario —. ¿Ha entendido?
—Este es un juicio público — Ella dijo volviendo a sentarse — Pero obedeceré, no voy a interrumpir más.
Allison Parker asintió, derrotada, y se acomodó por enésima vez en su asiento. Sus ojos, llenos de desilusión, se clavaron en el rostro de Richard Montclair, quien la miró con una sonrisa arrogante.
En ese instante, Harper lo supo. Si había alguna duda, fue disipada. Su abogado no estaba allí para defenderla, sino para incriminarla. Lo que había pensado en un principio era cierto, la escena del crimen sí había sido manipulada, la justicia se estaba burlando de ella. No era una simple confusión; era una conspiración.
Harper se volvió hacia Montclair, sus ojos suplicaban una respuesta.
—¿Qué estás haciendo? — susurró —. ¡Todo es una mentira!
—Harper, confía en mí — respondió él, sin mirarla —. Sé lo que hago.
Sus palabras parecían tranquilizadoras, pero el tono de su voz la heló hasta los huesos. Un nudo se formó en la garganta de Harper, impidiéndole respirar. Se dio cuenta de que estaba sola, un cordero en el matadero, con su propio pastor empuñando el cuchillo.
Mientras el detective terminaba su testimonio, el fiscal se levantó. Su voz era un tono grave y calmado, como el de un sacerdote recitando un sermón. Hablaba de la evidencia, del arma, de los testigos que la vieron huir. La retórica del fiscal era un golpe directo al pecho de Harper, uno tras otro, dejándola sin aliento.
La antigua abogada de la víctima, como luego se supo, Allison Parker, se levantó de nuevo. Se acercó con prudencia por detrás a Richard Montclair y le susurró algo al oído. Él la miró, y su rostro se transformó. De repente, la frialdad que había mostrado se desvaneció, y en su lugar, apareció una expresión de pánico.
—Disculpe, su señoría, necesito un momento con el fiscal. — dijo Richard, su voz mantenía un tono nervioso.
El juez asintió. Richard se acercó al fiscal, y los dos se quedaron susurrando. Las palabras eran inaudibles, pero la expresión en el rostro del fiscal, una mezcla de sorpresa y decepción, lo decía todo. La abogada de la víctima, Allison Parker, los miró, y su rostro se tornó de un color pálido.
Harper vio la escena y se dio cuenta de que el juego que estaba jugando Richard era más grande de lo que ella pensaba. La abogada de la víctima había descubierto algo, y Richard, al darse cuenta de que había sido descubierto, trató de arreglar el problema. Harper se dio cuenta de que no solo era un peón, sino una pieza en un juego de ajedrez en el que un rey más grande hacía sus movidas desde fuera.
El juez, después de unos minutos de espera, alzó la voz.
—Señores, ¿qué está pasando aquí? — dijo autoritario.
Richard Montclair y el fiscal se separaron. El fiscal, con un tono de frustración, se dirigió al juez.
—Su señoría, pido que el juicio continúe. No hay nada que discutir aquí. — dijo el fiscal.
Richard Montclair, por su parte, se dirigió a Harper.
—Harper, me disculpo por la demora. No te preocupes. Todo está bajo control. — dijo el abogado en baja voz
Harper se quedó helada. No confiaba en él. No confiaba en nadie. Su mirada se desvió hacia la galería, buscando a su familia. Su madre, con el rostro cubierto de lágrimas, la miraba con una expresión de dolor. Su padre, con la cara pálida y los ojos fijos en el suelo.
Sus hermanos... todos estaban allí, pero ninguno la miró. Ninguno se levantó para protestar. Ninguno dijo una palabra. El silencio de su familia era más ruidoso que los gritos del fiscal. Su familia, estaba aterrada.
El fiscal se levantó y se dirigió al jurado con actitud fría y calculadora, buscando las palabras más pesadas e incriminatorias que pudo, e hizo un resumen de la evidencia: El arma, los testigos, la supuesta mentira de Harper.
El fiscal terminó su discurso, con la frase: "La señorita Harper Lane es una asesina. La evidencia lo demuestra."
El corazón de Harper se detuvo. El juez se levantó.
—El jurado ha deliberado. ¿Cuál es el veredicto?
Harper cerró los ojos. Sus manos, frías y sudorosas, se aferraron a la mesa. El silencio era total. El mundo se detuvo. El sonido del aire, el latido de su corazón, todo se desvaneció en la nada. El juez alzó la voz, y el mundo volvió a la vida.
—En el caso de la República de los Estados Unidos contra Harper Lane, en el cargo de homicidio en primer grado, ¿cuál es su veredicto?
—Culpable. — la voz resonó en la sala como un eco de una verdad falsa.
Harper abrió los ojos. “Culpable”. Parecía una pesadilla de la que no podía despertar. Las lágrimas brotaron de sus ojos, calientes y saladas, quemando su piel. El mundo se desvaneció, el sonido se apagó. El juez seguía hablando, pero sus palabras eran inaudibles, una melodía sin sentido. El sonido del martillo. El golpe que le rompió el alma.
Dos oficiales de policía se acercaron a ella. Le tomaron los brazos y le colocaron las esposas. El metal frío se cerró alrededor de sus muñecas, como un recordatorio de que su vida había terminado.
—¿Dónde están los documentos, Harper? — le susurró Richard, su voz era un susurro frío y calculador —. Los documentos son tu salvación. ¡Dime dónde están!
Harper lo miró. Sus ojos, llenos de dolor y traición, se clavaron en los de él.
—¡Vete al infierno, maldito mentiroso! — dijo ella, su voz era un susurro.
Richard Montclair sonrió. Una sonrisa arrogante y fría. Y se fue, dejando a Harper sola, de rodillas en el suelo, con el alma rota y el corazón partido.