Harper dejó car un fajo de papeles tras el contenedor de la basura, y continuó corriendo con una urgencia que le quemaba el aire en los pulmones. El maletín de cuero se sentía todavía pesado en su mano por los periódicos, una prueba tangible de una realidad que su mente se negaba a procesar y La pistola, fría y metálica, la llevaba escondida en el bolsillo interior de su chaqueta, un objeto totalmente ajeno que contrastaba con el resto de su vida.
El sonido de las sirenas se hacía más fuerte tras ella, el eco del caos se acercaba, y Harper solo quería llegar a un lugar seguro. Un lugar donde la ley la protegiera.
La Estación Central de Policía de Miami se alzó ante ella, un monolito gris en medio de la agitada Ocean Drive. Harper empujó las puertas con sus zapatos de tacón resbalando sobre el suelo de azulejos mojado, y se encontró en un mundo de neón y miradas indiferentes.
El olor a café rancio y papel antiguo le golpeó la nariz. Se acercó a una oficial de escritorio, una mujer con la cara tan inexpresiva como una estatua.
—Necesito ayuda — dijo Harper, con la voz entrecortada y tratando de respirar —. Hubo un accidente. Un hombre... vi un maletín, y un arma.
La oficial la miró de arriba abajo, su expresión no cambió. Sus ojos se fijaron en la ropa empapada de Harper, en el cabello pegado a su frente.
—Señorita, estamos ocupados. ¿Cuál es la emergencia?
—Un accidente. Un Porsche. Había un hombre herido. Lo dejé en el auto, pero me llevé esto — dijo Harper, mostrando el maletín.
La oficial miró el contenido, pero sus ojos se fijaron en la pistola que ella tenía escondida en el bolsillo interior de su chaqueta y que se asomaba con su peso por un lado. La oficial, con una mano en la pistola, la detuvo antes de que pudiera decir algo más.
—¡Quieta! ¡No te muevas! — gritó la oficial, y su voz hizo eco en la sala —. ¡Tenemos un código 4! ¡Código 4! ¡A la sala de interrogatorios! — Gritó apuntándola con un arma, mientras ella levantaba las manos y dejaba caer el maletín dejando un reguero de papeles de periódico en el suelo.
Harper se quedó helada. Alguien empujó su delgado cuerpo con violencia contra la pared mientras unas manos le torcían dolorosamente los brazos en la espalda y otro par de manos le tanteaban la ropa para encontrarle el arma encima.
La mujer policía seguía gritando cosas inentendibles para la chica que apenas si lograba respirar y era prácticamente arrastrada como un costal de papas por el pasillo hacia una sala de interrogatorios.
La habitación era pequeña y claustrofóbica, con una mesa de metal y dos sillas. La puerta se cerró detrás de ella. Se dio cuenta de que no la veían como a una testigo, sino como a una sospechosa.
Su corazón latía con la fuerza de un martillo contra su pecho. La luz fría del fluorescente iluminaba la suciedad en su ropa. Había cometido un grave error al venir a la estación de policía.
La puerta se abrió de nuevo. Un hombre alto, con un traje de corte impecable, entró en la habitación. Era el detective Vaughn, el mismo que había sido llamado a la escena del accidente, pero ella no lo sabía. Él la miró con una expresión de profunda desilusión.
—¿Por qué lo hiciste? — preguntó el detective, su voz era un tono grave y calmado —. El hombre del auto te había dado su maletín. Lo has incriminado. ¿Por qué lo hiciste?
—No... no lo hice — dijo Harper, con un nudo en la garganta —. El maletín ya lo tenía el hombre. Yo... — balbuceó, incapaz de articular las palabras.
—No mientas — dijo el detective, su voz se elevó —. Tenemos pruebas de que tú robaste el maletín. El arma... el arma estaba dentro con los papeles, es el arma del crimen.
Harper se quedó sin aliento. No entendía. No había robado nada, solo había tomado el maletín para protegerlo, y el arma nunca estuvo en el maletín. El hombre herido se lo había entregado todo.
—No entiendo — dijo Harper, la voz temblaba —. Él me lo dio. Me dijo que lo tomara, que me protegiera y lo entregara a la policía.
—Tenemos testigos que dicen que el maletín ya estaba con él — dijo el detective Vaughn, su voz era un susurro frío —. Y el arma que traías contigo... es el arma de la escena del crimen...
—Señor, yo no…
—Las cámaras de una tienda te ubican en la escena, y se encontró también esto — Dejando caer con fuerza contra la mesa de metal el portafolio de trabajo de diseñadora de Harper — ¿Esto es suyo?
—Sí, es mi portafolio, pero… — Ella admitió el hombre asintió con la cabeza.
—Acaba de ubicarse a sí misma en la escena de un crimen señorita… — Revisando entre las cosas de la chica — Harper Lane. Y, estoy seguro, de que encontraremos sus huellas en el arma con la que se le disparó al pobre desgraciado del accidente, seguramente sus manos también tienen rastros de pólvora.
—Él no tenía heridas de bala, ¡Se estrelló!
—¡Claro que se estrelló! Y fue cuando usted se acercó para dispararle, y robarle el maletín. Dígame, señorita Lane, ¿Qué documentos pensó que encontraría ahí? ¿Valió la pena matar a un hombre por un maletín lleno de basura?
—¿Qué? — La chica negó con la cabeza ¿Qué carajos estaba pasando?, este tipo estaba malinterpretando todo, y nada de lo que decía se apegaba a lo que había pasado.
Harper no lo podía creer. La escena del crimen había sido manipulada. El arma que ella había encontrado en el auto había desaparecido. La pistola que decían que ella llevaba en el maletín ahora era la que la incriminaba. Un escalofrío le recorrió la espalda. Estaba atrapada en una pesadilla.
La puerta se abrió de nuevo. Un hombre con un traje de lino y una corbata de seda, de unos sesenta años, entró en la habitación. Su pelo era de un blanco plateado y sus ojos azules la miraron con una expresión de profunda compasión.
—Mi nombre es Richard Montclair — dijo el hombre, su voz era suave y tranquilizadora —. Soy el abogado que tu familia ha contratado.
Harper sintió un alivio fugaz. Su familia la había enviado a alguien. Seguramente había sido su padre. Un rayo de esperanza se encendió en su corazón.
—¡Soy inocente! — ella dejó salir entre sollozos, su voz resonó en la habitación —. No robé nada. No maté a nadie.
Richard Montclair le tomó la mano. Su tacto era suave y reconfortante, como el de un padre.
—Lo sé, señorita Lane. Le creo. Lo sé. — dijo el abogado, su voz era un susurro tranquilizador—. Todo esto es un malentendido. Lo vamos a resolver.
Harper asintió. Se sentía más tranquila. El abogado la miró, sus ojos azules fijos en los suyos.
—¿Tú trajiste el maletín? — preguntó.
—Sí. — respondió ella.
—¿Y los documentos? — preguntó el abogado, bajando considerablemente el tono de su voz.
—Sí. Los tengo. — respondió Harper, confundida. ¿Cómo sabía de los documentos?
El abogado sonrió.
—Bien. Muy bien. — dijo Richard Montclair, su voz era un tono de satisfacción —. No te preocupes, Harper. Te voy a sacar de aquí. Te voy a salvar. Solo necesito que me digas dónde están los documentos.
Harper se sintió extrañamente incómoda. La sonrisa del abogado se sintió forzada, sus ojos, aunque azules y tranquilos, brillaban de forma extrañ, y, su voz tranquilizadora, tenía un tono de urgencia que no le gustaba.
Ella se dio cuenta de que no estaba interesado en su inocencia, sino en el maletín y su contenido. En los documentos que había encontrado en el auto.
—¿Por qué le importan tanto los documentos? — preguntó ella envalentonándose, pero, en realidad, su voz le temblaba.
Richard Montclair sonrió de nuevo, pero esta vez, la sonrisa era fría y calculada. Sus ojos brillaron con una malicia que ella no había visto antes.
—Porque los documentos son la clave. La clave para tu libertad. — dijo el abogado, su voz era un susurro frío —. Los documentos te salvarán de la cárcel. Confía en mí, Harper. Te voy a sacar de aquí.
La puerta se abrió y un oficial se asomó.
—Tenemos que irnos, señor Montclair. — dijo el oficial.
Richard Montclair asintió. Miró a Harper una vez más, sus ojos eran fríos y cortantes.
—Lo haré, voy a sacarte. Te lo prometo. Solo confía en mí. — dijo el abogado, manteniendo la voz muy baja para que solo ella pudiera escuchar.
Harper se quedó helada. Sus ojos se abrieron de par en par. La promesa del abogado no se sintió como una promesa, sino como una amenaza.
Se dio cuenta de que no era un aliado, sino un enemigo. Un lobo disfrazado de cordero. Su vida había cambiado para siempre. Estaba atrapada en un juego de ajedrez, y solo era un peón. Su destino ya no estaba en sus manos, sino en las de un hombre que solo la quería para su propio beneficio.
El maletín, su salvación, se había convertido en su condena.