Mundo de ficçãoIniciar sessãoEl beso fue un campo de batalla donde se libraron dos guerras a la vez: la del presente, hecha de labios, café amargo e ira contenida; y la del pasado, cuyo eco familiar —una intimidad que ambos juraron olvidar— tronó bajo la superficie. Cuando Damián se separó bruscamente, dejando el sabor salado de su respiración entrecortada en la boca de Lucía, el frágil presente de la oficina se quebró. Y a través de la grieta, irrumpió, imparable y voraz, la memoria.
La escena se superpuso a esta, nítida y cruel, como un negativo fotográfico revelado a la fuerza. --- DOS AÑOS ATRÁS. FIESTA DE NAVIDAD DE LA FAMILIA VALDÉS. La mansión era un escenario de cristal y luces cálidas. Valeria, con una copa de champán en la mano como un cetro de complicidad, arrastró a Lucía a través de la multitud elegante y perfumada. —¡Lucía, te presento a mi hermano! ¡El ogro del que tanto te hablo! —anunció, demasiado alegre, demasiado convencida de su papel de casamentera. La voz de Valeria resonó en la mente de Lucía en el presente, tan clara como el cristal que se hacía añicos a sus espaldas. El flashback la arrastró al instante exacto, reproduciendo cada palabra con una fidelidad punzante: Él se giró. Damián Rojas en su hábitat natural: traje negro impecable, una copa de coñac en la mano, rodeado por un aura de autoridad que parecía apartar a la gente. Sus ojos verdes la escanearon de arriba abajo, no con deseo, sino con la fría evaluación de un coleccionista ante una pieza de procedencia dudosa. —¿Tú eres la amiga de mi hermana que quiere entrar en mi empresa? —preguntó, su tono plano, escéptico, dirigido más a Valeria que a ella. Lucía, sintiendo el peso de su vestido prestado y de todas las miradas curiosas, alzó la barbilla. El desafío brotó antes que el nerviosismo. —Solo si el puesto es para alguien competente —respondió, clavando sus ojos en los de él—. No para un favor familiar. Damián no sonrió. No mostró ni un atisbo de calor. Pero tampoco la rechazó con palabras. Solo sostuvo su mirada un segundo más de lo socialmente correcto, un destello de algo indescifrable cruzando su mirada, antes de asentir brevemente y volver a su conversación. Un rechazo por omisión que Valeria interpretó como “timidez fraternal”. Esa fue la fachada. La mentira pulcra e inofensiva que ambos acordaron tácitamente para proteger a Valeria, para mantener las aguas calmadas. Pero la verdad —áspera, eléctrica y verdadera— floreció más tarde, lejos del salón principal, en la intimidad de un balcón helado con vistas a los jardines iluminados. Él apareció como una sombra a su lado, ofreciéndole un cigarrillo que ella rechazó. La conversación, contra todo pronóstico, fluyó. Ya no era el escéptico heredero, sino un hombre que le confesaba, entre sorbos de coñac y nubes de vapor en el aire gélido, su frustración por ser un peón en el tablero de su padre, su amor secreto (y frustrado) por la arquitectura, el peso asfixiante del apellido Valdés. Ella, a su vez, derribó sus propias barreras. Le habló de su madre costurera en el Poble-sec, de las horas extra para pagar la universidad, de los sueños forjados a base de becas y un esfuerzo que dejaba cicatrices. Fue la conversación más honesta y vulnerable de sus veintidós años. Y cuando la noche se deshacía y Lucía buscaba su abrigo para irse, él se acercó en el vestíbulo desierto. Sin una palabra, le deslizó un trozo de papel doblado en la mano. Sus dedos se entrelazaron con los de ella por un instante cargado de promesas. Al abrirlo, bajo la luz tenue, leyó: “Mi número. Por si la candidata ‘competente’ y el ‘jefe escéptico’ deciden tener una conversación sin intermediarios. — D.R.” Así empezó lo prohibido. --- Citas furtivas en librerías olvidadas del Raval, donde el polvo de los libros era su único testigo. Cenas en pequeños bares de tapeo donde nadie reconocía al heredero de Vanguard Media. Noches enteras en su apartamento del Barrio Gótico, un caos acogedor de planos de edificios desplegados en el suelo, pilas de libros y el aroma a café y madera vieja. Un refugio construido a escondidas del mundo, donde él era solo Damián y ella, simplemente Lucía. —Nadie puede saberlo —le susurró él una noche, enterrando su rostro en la curva de su cuello, sus palabras un mantra y una súplica—. Mi familia… mi padre… Valeria… Convertirían esto en una transacción, en un cálculo. Quiero que esto sea solo nuestro. Un tesoro escondido. ¿Me entiendes? Ella asintió en la oscuridad, enamorada no del magnate, sino del hombre vulnerable y brillante que solo existía entre esas cuatro paredes, convencida hasta la médula de que el Damián Rojas público —frío, exigente, distante— era solo una armadura, un disfraz necesario. Durante seis meses lunares, seis meses de risas ahogadas y secretos compartidos, fue perfecto. Fue su verdad. Hasta que las grietas aparecieron. Llegadas tarde justificadas con reuniones “inesperadas”. Miradas evasivas cuando sonaba su teléfono. Una sombra sin nombre comenzó a alargarse sobre su burbuja, un peso que él cargaba en los hombros y que se negaba a compartir, sepultando lentamente la luz que los envolvía. --- La última noche en su apartamento, la tensión era un muro tangible entre ellos. El silencio, antes cómplice, ahora era hostil. Lucía lo observó desde el sofá, viendo cómo estudiaba un plano sin verlo, los músculos de su espalda tensos como cuerdas. —¿Qué está pasando, Damián? —preguntó finalmente, su voz extrañamente calmada en la tormenta que sentía dentro—. Ya no estás aquí. ¿Hay… hay alguien más? Él se volvió lentamente. Y en sus ojos, durante una fracción de segundo brutal y honesta, ella vio un torbellino de agonía pura, una batalla interna que estaba perdiendo. Fue un destello de verdad, del hombre que amaba. Pero se apagó al instante, sofocado, reemplazado por una frialdad de mármol que le heló la sangre en las venas. —Esto —dijo, con una voz que no le pertenecía, plana y definitiva— ha sido… un error, Lucía. Un paréntesis. Y los errores, a veces, hay que corregirlos. “Error”. La palabra la golpeó en el centro del pecho, con la fuerza contundente de un puño. Se expandió, vaciándola por dentro. Ella, la chica que había luchado por cada cosa que tenía, que le había abierto su mundo con las manos temblorosas, había sido solo un equívoco en la vida meticulosamente planificada del heredero Valdés. La humillación fue un ácido que le subió por la garganta, quemando todas las palabras de amor, todas las preguntas, todas las súplicas que tenía para él. —Eres la peor clase de cobarde —logró articular, levantándose con una calma que era puro instinto de supervivencia—. No el que miente, sino el que usa la verdad a medias para no mancharse las manos. Para que la otra persona sea la que se aleje, la que se rompa. Así te libras de la culpa, ¿verdad? Él no se defendió. No dijo nada. Permaneció de espaldas a ella, rígido como la estatua de un dios condenado, mientras ella recogía sus pocas cosas —un libro, un jersey, un lápiz de labios— con dedos entumecidos por el shock. Cruzó la puerta del apartamento que había sido su refugio por última vez. El sonido del cerrojo al cerrarse detrás de ella fue el punto final de su mundo secreto. --- PRESENTE. El flashback se desvaneció como humo, pero su veneno se quedó, corriendo por su torrente sanguíneo. Lucía volvió a la oficina de cristal de Vanguard Media, con la espalda aplastada contra la fría pared y los labios aún ardientes por el beso-revancha. Damián estaba a solo centímetros, su respiración aún agitada, y en sus ojos ya no había la ira performativa de antes, sino el eco reconocible de aquel dolor que ella, durante dos años, se había convencido de haber imaginado. ¿Lo había visto? ¿De verdad había estado allí, aquella noche, la misma agonía que ella sentía? —Señor Rojas, línea uno. Es urgente. —La voz metálica y profesional de la recepcionista a través del interfono fue como un cable de acero que los izó violentamente de vuelta a la realidad, separando sus labios, sus miradas, su historia compartida. Damián cerró los ojos por un segundo largo. Un gesto de fatiga extrema, de rendición ante un fantasma. Cuando los abrió, el muro de director ejecutivo, impenetrable y pulcro, estaba de nuevo en su lugar, ladrillo a ladrillo. —Vuelve a tu puesto, Montero —dijo, su voz ahora era la de un extraño, áspera por la emoción reprimida—. Los informes de Luxury Cosmetics para las 3. No se harán solos. La despidió con un gesto brusco de la mano, girándose hacia la ventana, dándole la espalda. Una repetición grotesca de su última noche. Lucía salió de la oficina, tambaleándose levemente, como si el suelo se hubiera inclinado. El corazón le golpeaba las costillas con un ritmo desquiciado, una mezcla tóxica de rabia antigua, humillación fresca por el beso forzado, y algo más peligroso, más profundo, que no quería nombrar pero que resonaba en cada latido: la punzada de un reconocimiento imposible de erradicar. Él también lo recordaba. Todo. Y eso cambiaba absolutamente todas las reglas del juego.






