El cavernícola

El viernes amaneció gris en Barcelona, un manto de nubes bajas que se aferraba a los rascacielos del distrito tecnológico. Lucía Montero llegó a Vanguard Media, donde ya llevaba trabajandp todo un mes, con la cabeza sumergida en los últimos ajustes del proyecto Luxury Cosmetics. Mientras servía su tercer café del día —negro y fuerte, como el humor de su jefe—, un estruendo la sobresaltó:

—¡¡Lucíaaaaa!!

El grito de Damián Rojas resonó en todo el piso, cortando el murmullo matutino de los teclados. El susto le hizo derramar el líquido hirviendo sobre su blusa de seda color marfil.

—¡La madre que lo parió! —maldijo entre dientes, intentando limpiar el desastre con unas servilletas que se deshacían al contacto.

—Parece que el ogro está de humor especial hoy —comentó Adrián, su compañero de equipo, mientras le alcanzaba más toallas de papel con una sonrisa compasiva—. Toro suelto.

Lucía respiró hondo —uno, dos, tres— y caminó hacia el despacho de Damián, sintiendo cómo la ira le hervía en las venas y el café le pegaba la tela al pecho. Al abrir la puerta sin llamar —una pequeña rebelión—, lo encontró de espaldas, mirando por la ventana panorámica con los brazos cruzados, una silueta recortada contra el cielo plomizo.

—¿Se puede saber qué quiere? —preguntó, conteniendo el temblor de su voz, pero no el filo de sus palabras.

Damián se giró lentamente, como si el movimiento requiriera un esfuerzo monumental. Llevaba el pelo revuelto, como si se lo hubiera arrancado a puñados, y una corbata negra desajustada que colgaba como una soga informal. Su camisa blanca, las mangas arremangadas, revelaba antebrazos marcados por venas y la sombra de un tatuaje que Lucía nunca había visto completo.

—Llegaste tarde —afirmó, señalando su reloj de pulsera de platino con un dedo acusador.

—Firmé el registro de entrada a las 8:29 y cuarenta y cinco segundos —replicó ella, cruzando los brazos sobre el desastre de su blusa.

—Pero no estabas en tu puesto a las 8:30 en punto. Mi regla es clara.

Lucía apretó los puños hasta sentir que las uñas se clavaban en sus palmas. Damián Rojas era un estudio de contrastes imposibles: más de 1,90 de altura que llenaba cualquier espacio, ojos verdes como esmeraldas rotas que podían pasar del hielo al fuego en un segundo, y una sonrisa que —en raras ocasiones— podía derretir el hielo polar… cuando no estaba siendo un tirano caprichoso.

—¿Para esto me llamó a gritos? —preguntó, elevando la voz un octavo—. ¿Para discutir por quince malditos segundos?

—Para recordarte que las reglas existen por algo, Montero —respondió, acercándose con esa calma felina que la ponía en alerta máxima—. Y que en mi empresa, se cumplen.

Cada paso lo acercaba hasta quedar a solo unos centímetros de ella. El espacio entre sus cuerpos se cargó de electricidad estática. El aroma de su colonia —madera de sándalo, pimienta negra y algo más, algo esencialmente él— la envolvió como una niebla densa. Lucía odiaba, con cada fibra de su ser, lo mucho que su cuerpo reaccionaba a esa proximidad.

—Si necesita algo remotamente productivo, avíseme —dijo, dándose la vuelta con determinación, decidida a poner fin al absurdo.

—Espera.

La agarró de la muñeca. El contacto, piel contra piel, fue un cortocircuito instantáneo. Un shock eléctrico que los dejó a ambos paralizados por un latido demasiado largo. Su piel era cálida, sus dedos fuertes, el pulso bajo su pulgar acelerado… ¿o era el suyo?

—El informe de Luxury Cosmetics —murmuró él, con la voz más baja y áspera de lo habitual, como si las palabras le rozaran la garganta—. Necesito los cambios finalizados para las 3. No a las 3:01. No “casi listos”. Terminados y perfectos.

Lucía asintió, incapaz de articular sonido, y salió del despacho sintiendo su mirada clavada en su espalda, un peso tangible que la siguió hasta su cubículo.

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De vuelta en su escritorio, Lucía intentó concentrarse en las pantallas llenas de datos de mercado y renders de perfume. Pero el incidente —la ira, la proximidad, su mano en su muñeca— la había dejado alterada, con los nervios en la superficie de la piel. ¿Por qué ese hombre conseguía volverla loca, desequilibrarla con tan poco?

—¿Otro café? Parece que lo vas a necesitar —Adrián le ofreció una taza humeante nueva, esta vez con el dibujo de un gatito enfadado.

—Gracias. Creo que hoy voy a necesitar munición extra para sobrevivir a la jornada —respondió, aceptando la taza con ambas manos, buscando su calor.

—No le hagas caso. Es su forma de ser. Aunque… —Adrián bajó la voz, mirando de reojo hacia la oficina de cristal— todos aquí saben que solo te trata así a ti. Con los demás es frío, profesional. Contigo es… personal.

—¿Y eso se supone que me consuela? —preguntó Lucía, con un deje de amargura—. ¿Que soy su diana favorita?

Adrián se encogió de hombros, una sombra de complicidad en sus ojos. —Quizás no es la diana lo que le interesa. Quizás le gustas. Y no sabe qué hacer con eso.

Lucía estuvo a punto de escupir el café. Damián Rojas no sentía nada por ella excepto irritación molesta, la misma que uno siente por una mosca persistente. Lo había demostrado desde aquel primer y catastrófico encuentro, cuando Valeria —su mejor amiga y, para su desgracia, hermana menor de Damián— la había “recomendado” para el puesto con la sutileza de un tren en llamas.

El recuerdo de aquel día, nítido y punzante, la quemó por dentro:

Navidad en la majestuosa finca de los Valdés. Lucía, incómoda en un vestido prestado, intentando pasar desapercibida junto al piano.

«Lucía, ven, te presento a mi hermano mayor», había arrastrado Valeria, empujándola hacia un hombre que conversaba con un grupo de ejecutivos como si el salón fuera su boardroom personal.

Él se había girado, y sus ojos verdes la habían escaneado de arriba abajo con una lentitud deliberada, como si fuera un error de imprenta en un contrato millonario.

—¿Tú eres la amiga de mi hermana que quiere entrar en mi empresa? —preguntó, su tono plano, escéptico.

—Solo si el puesto es para alguien competente —respondió ella, alzando la barbilla, desafiando esa mirada que la desnudaba—. No para un favor familiar.

Damián no sonrió. No mostró emoción alguna. Pero tampoco la rechazó. Solo asintió, una vez, y volvió a su conversación, dejándola plantada. Un rechazo por omisión que dolía más que un grito.

Un timbre suave pero insistente la sacó de la memoria. Al levantar la vista, encontró a Javier Márquez, el abogado jefe de la empresa, apoyado con despreocupación en la pared de su cubículo. Javier era la antítesis andante de Damián: trajes impecables pero en tonos claros, sonrisa fácil que llegaba a los ojos castaños, una calma que parecía innata.

—Lucía, ¿tienes un minuto? —preguntó, su voz un contrapunto melódico a los gritos de hace unos minutos—. Necesito tu opinión sobre la redacción del contrato de confidencialidad para Luxury Cosmetics. Tu mirada de outsider es valiosa.

—Claro, Javier —respondió, notando, con un escalofrío, cómo Damián observaba la escena desde su pecera de cristal. Su expresión era inescrutable, pero la línea de su mandíbula estaba tensa, su mirada fija como la de un halcón.

Javier se sentó en el borde de su escritorio, demasiado cerca para ser puramente profesional, y le pasó los documentos. Sus dedos rozaron los de ella al hacerlo. Un contacto casual, inocente. Pero Lucía sintió una sonrisa brotar en sus labios antes de poder detenerla. Era agradable sentirse vista por alguien que no fuera para criticarla.

—Oye, Lucía… —Javier bajó aún más la voz, inclinándose—. Esta tensión perpetua no es buena para nadie. ¿Te gustaría salir de aquí algún día? Tomar algo, hablar de algo que no sean cláusulas y campañas.

Lucía abrió la boca para responder —una negación educada, un quizás, algo—, pero las palabras murieron en sus labios.

¡BANG!

Un portazo violento resonó en el pasillo, haciéndoles a ambos dar un respingo.

—¡Montero! ¡En mi oficina! ¡Ahora! —la voz de Damián no era un grito esta vez. Era un rugido sordo, cargado de una furia glacial que heló la sangre en las venas de Lucía.

Javier la miró con preocupación. —¿Quieres que…?

—No —cortó ella, levantándose—. Es mejor que vaya.

Al entrar en la oficina, el aire era espeso, irrespirable. Damián cerró la puerta tras ella con un golpe seco que hizo temblar el cristal. No se giró de inmediato. Cuando lo hizo, su rostro era una máscara de piedra pulida, pero sus ojos… sus ojos ardían con fuego verde.

—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —preguntó, avanzando hacia ella con pasos medidos, cada uno un latido de tambor de guerra.

—Mi trabajo —respondió Lucía, manteniendo la posición, aunque cada instinto le gritaba que retrocediera—. Como me pidió. Javier necesitaba mi…

—¿Flirtear con Márquez en horario laboral es parte de tu trabajo? —la interrumpió, su voz un filo de navaja.

Lucía lo miró con incredulidad absoluta. —¿A ti qué te importa con quién hablo o dejo de hablar, Damián? No eres mi dueño. Eres mi jefe. Y malo, por cierto.

Fue como si hubiera pulsado un botón de detonación.

En dos zancadas, Damián la empujó contra la fría pared de cristal que daba al vacío de la ciudad. Su cuerpo, duro y caliente, se aplastó contra el de ella, eliminando cualquier espacio, cualquier posibilidad de fuga. Estaba tan cerca que su aliento, caliente y cargado de café y furia, le acarició los labios.

—Te importa —gruñó, la voz ronca, gutural—. Porque no comparto lo que es mío. Y tú, Lucía Montero, desde el día que pusiste un pie aquí, eres mía.

La declaración, salvaje y posesiva, le robó el aire. Pero no hubo tiempo para procesarla, para negarla, para golpearlo.

Antes de que su mente pudiera articular una protesta, antes de que sus manos pudieran empujarlo, sus labios se sellaron sobre los de ella.

No fue un beso. Fue una declaración de guerra.

Un beso que sabía a café amargo, a ira acumulada, a la menta de su aliento y a algo más profundo, más oscuro y más verdadero que ninguno de los dos estaba dispuesto a nombrar. Un beso que era un desafío, una conquista y una entrega simultánea. Un beso que partió el mundo de Lucía en un antes y un después.

Y en el cristal a sus espaldas, reflejada en el cielo gris de Barcelona, se vio a sí misma sucumbiendo.

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