El resto del día transcurrió en una niebla espesa tejida con hilos de rabia y confusión. Cada vez que Lucía cerraba los ojos, intentando concentrarse en una cifra, veía no el número, sino la mirada de Damián en el instante preciso después del beso: un destello de devastación cruda que la ventana al pasado había dejado al descubierto, justo antes de que el muro de director ejecutivo volviera a levantarse, ladrillo a ladrillo.
“Error”.
La palabra le resonaba en los oídos con su voz de dos años atrás, plana y final. Pero ahora, se mezclaba y se enredaba con el susurro ronco y posesivo del presente: “Eres mía”. Un eco brutal y contradictorio que le martilleaba las sienes.
Concentrarse en los informes de Luxury Cosmetics era una tarea casi imposible, una forma de tortura moderna. Cada cifra de ventas proyectada, cada gráfico de tendencia de mercado, le recordaba, con una traición obscena, sus manos grandes y cálidas recorriéndole la espalda desnuda en las noches de su apartamento del Barrio Gótico. La memoria de su piel, su textura, su temperatura, era un fantasma táctil que la acechaba entre las frías y lógicas filas de su hoja de cálculo.
—Parece que el ogro te ha puesto hoy en la picota especial —comentó Adrián, dejando un vaso de agua fría junto a su mano que apretaba el mouse—. ¿Estás bien? Tienes una mirada que podría fundir el acero inoxidable de esta cafetera.
—Estoy perfectamente —mintió Lucía, apretando el dispositivo con tanta fuerza que sintió el plástico ceder bajo sus dedos—. Solo estoy… extremadamente concentrada. Los italianos de Luxury son exigentes.
—Concentrada en asesinarlo con la mente, más bien —rió él, bajando la voz a un susurro cómplice—. Cuidado con lo que deseas, Montero. Por estos pasillos no solo merodea el jefe. A veces llega… el peligro en tacones.
Lucía arqueó una ceja, una punzada de curiosidad perforando su niebra personal. —¿Otro más de tus chismes corporativos, Adrián?
—Peor —respondió él, su sonrisa desvaneciéndose—. La araña rubia. Y acaba de tejer su telaraña en el vestíbulo.
La pregunta se congeló en los labios de Lucía. No hizo falta formularla.
Una presencia se materializó en la entrada del espacio abierto, y con ella, un silencio repentino y eléctrico que ahogó el murmullo de los teclados y las conversaciones telefónicas.
Una mujer.
Alta, esbelta como un cuchillo, enfundada en un vestido blanmo de líneas imposibles que se ceñía a su cuerpo como un segundo guante de seda. Sus tacones aguja, del mismo blanco inmaculado, repiqueteaban sobre el piso de mármol con una confianza absoluta que parecía hacer vibrar el suelo. Su cabello, de un rubio platino tan perfecto que parecía irradiar luz propia, caía en ondas estudiadas sobre sus hombros. Pero eran sus ojos los que capturaban y helaban: de un azul gélido, calculadores, barrieron la sala con la eficiencia de un escáner hasta posarse, como un misil teledirigido, en la oficina de cristal de Damián.
—¿Quién es? —preguntó Lucía en un susurro que apenas salió de su garganta, aunque en el fondo, en un lugar instintivo y herido, ya sabía la respuesta.
—Elena Vance —susurró Adrián a su lado, inclinándose como si pronunciara un nombre prohibido—. Hija única y heredera de Alistair Vance, dueño de Vance Holdings. El mayor competidor de Rojas hasta que, hace unos dieciocho meses, decidieron que una fusión estratégica era más lucrativa que la guerra de desgaste. Y… —hizo una pausa dramática, cargada de significado— la futura Sra. Rojas, según los rumores que corren por los despachos de la planta veinte.
“Futura Sra. Rojas.”
Las palabras, simples y devastadoras, le dieron en el estómago con la fuerza contundente y sorda de un puñetazo a traición. Le arrancaron el aire. Allí estaba. La sombra con nombre, apellido y vestido de diseñador.
Elena no esperó. No tocó la puerta. Simplemente abrió la de cristal esmerilado de la oficina de Damián y entró como si el espacio —y el hombre dentro— le pertenecieran por derecho divino. A través de las paredes transparentes, que de repente a Lucía le parecieron una cruel pantalla de cine, los vio.
Elena se acercó al escritorio de mármol con la gracia de una pantera. Rodeó con sus brazos delgados y pálidos el cuello de Damián desde atrás, en un gesto que era a la vez posesivo e íntimo, y posó su mejilla perfectamente maquillada contra la de él. Sus labios, de un rojo intenso, se movieron junto a su oído, susurrando algo que las paredes de cristal no transmitían. Damián no la rechazó. No se apartó. No mostró la irritación instantánea con la que solía recibir cualquier invasión de su espacio personal.
Lucía sintió entonces una punzada de algo tan agrio, violento y primitivo que le costó un segundo reconocerlo en el caos de sus emociones: eran celos. Puros, ardientes y humillantes.
—Parece que la fusión… en todos los sentidos… va viento en popa —murmuró Adrián, con una mueca que ya no era de complicidad, sino de lástima.
Minutos después, Elena salió de la oficina. Pero su rumbo no se dirigió hacia los ascensores. Sus tacones, aquellos instrumentos de percusión elegante, giraron y comenzaron a clavar un ritmo decidido y ominoso que se dirigía, sin lugar a dudas, directamente hacia el cubículo de Lucía.
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El perfume la alcanzó primero. Una nube densa, opresiva y dulzona de jazmín y azahar, con un fondo amaderado caro, que inundó su espacio de trabajo, ahogando el olor a café y papel. Lucía alzó la vista lentamente, forzando sus músculos faciales a componer una expresión de calma profesional que era pura farsa.
Elena Vance se detuvo frente a su escritorio, justo en el límite del cubículo. Miró el pequeño espacio —la silla giratoria barata, la pantalla doble, la taza con el gatito enfadado— con una mezcla de curiosidad antropológica y desdén apenas velado, como si observara una especie peculiar y ligeramente lamentable en un zoológico.
—Tú debes ser la nueva asistente —dijo, y su voz era tan sedosa, melosa y afilada como una daga envuelta en terciopelo—. Lucía, ¿verdad? Damián me ha… hablado de ti.
El énfasis en “hablado” era una obra maestra de insinuación. ¿Había hablado de la pasante problemática? ¿O de la mujer con la que había compartido un apartamento y su cuerpo?
Lucía forzó los músculos de su boca hacia arriba. —Señorita Vance. Un placer. ¿En qué puedo ayudarla?
Elena sonrió. No fue una sonrisa que llegara a sus ojos azules de hielo. Fue una exhibición perfecta y fría de dientes blancos y labios carnosos, un movimiento estudiado y vacío.
—Oh, no es necesario, cariño. Solo quería echar un vistazo. Conocer el… talento nuevo. Damián insiste en rodearse de juventud, de sangre fresca. Es tan visionario —dijo, dejando caer las palabras como perlas envenenadas—. Pero a veces, su generosidad lo distrae. Se entretiene con proyectos que, en el fondo, no merecen su tiempo ni su inversión.
Mientras hablaba, sus ojos —fríos, evaluadores— recorrieron el cuerpo de Lucía de arriba abajo, con una lentitud obscena. Desnudaron cada imperfección: la mancha de café seca en la blusa de seda, el ligero desgaste en los puños de su chaqueta, la tensión en sus hombros, cada centímetro cuadrado de su orgullo herido y su clase social.
—Afortunadamente para todos —respondió Lucía, manteniendo su voz firme a pesar del temblor que sentía en las rodillas—, el señor Rojas valora los resultados por encima de todo. Y yo suelo… dárselos.
Los ojos de azul glacial de Elena se estrecharon levemente, apenas un parpadeo. La sonrisa de terciopelo no se inmutó, pero el aire a su alrededor pareció descender varios grados, volviéndose gélido.
—Qué encantadora devoción. Confío en que, con esa actitud, sepas cuál es tu lugar exacto aquí —dijo, su tono aún dulce, pero cada palabra era un clavo—. Damián tiene una… costumbre. Una debilidad por entretenerse con lo que encuentra a mano. Cosas brillantes y nuevas. Pero siempre, sin excepción, vuelve a donde pertenece. A lo establecido. A lo correcto. Los juegos, querida, se acaban. Tarde o temprano.
“Los juegos se acaban.”
Fue un eco casi idéntico, un reflejo perverso, de las palabras de Damián la noche que la abandonó: “Los errores, a veces, hay que corregirlos.” Lucía sintió que el suelo de moqueta gris se movía bajo sus pies, una náusea repentina subiéndole por la garganta. ¿Le había contado él a esta mujer los detalles de su relación? ¿O era solo la advertencia genérica, despiadadamente eficaz, de una mujer que protegía su territorio y su premio con uñas y dientes?
—No tengo interés en los juegos, señorita Vance —declaró Lucía, clavando sus ojos marrones en los azules—. Solo en mi trabajo. En hacerlo bien.
—Me alegra oírlo —Elena se inclinó entonces, un movimiento fluido y felino. Apoyó sus manos, con uñas impecables pintadas de un rojo idéntico al de sus labios, sobre el borde de madera barata del escritorio, acercando su rostro perfumado al de Lucía. La nube de jazmín se volvió asfixiante—. Porque sería una lástima, una verdadera tragedia, que una carrera con tanto… potencial… se truncara por un malentendido. O por una distracción. Damián es un hombre con responsabilidades monumentales. Un imperio que construir, un legado que asegurar. Y yo me encargo personalmente —susurró, cada sílaba un latigazo— de que nada, ni nadie, lo distraiga de ellas. ¿Queda claro, Lucía?
Era una amenaza. Vestida de seda italiana, perfumada con fragancia exclusiva y entregada con una sonrisa de sociedad, pero una amenaza al fin. Clara, directa y letal.
El aire se tensó, cargado de electricidad no dicha. Antes de que Lucía pudiera articular una respuesta —si es que existía alguna que no fuera un grito o una bofetada—, una tercera voz cortó el aire como un cuchillo.
—Elena. Vamos a llegar tarde al almuerzo con tu padre.
Damián estaba en la puerta de su oficina. No había salido. Simplemente estaba allí, observando. ¿Cuánto había visto? ¿Cuánto había oído?
Elena se enderezó de inmediato, como un títere cuyas cuerdas se hubieran tensado. Su expresión se transformó en un instante, la dulzura artificial volviendo a sus rasgos.
—Claro, cariño. Lo siento, me entretuve —dijo, lanzando una última mirada a Lucía, una mirada que decía ‘Esto no ha terminado’—. Solo estaba conociendo a tu nueva empleada. Tiene… determinación. Eso es bueno. Para una pasante.
Y con un último repiqueteo de tacones que sonó a marcha triunfal, cruzó la sala y se unió a Damián, enlazando su brazo con el de él con una posesividad que hacía daño a la vista. Damián no miró a Lucía. Sus ojos verdes estaban fijos en Elena, pero Lucía, desde la distancia, pudo verlo: su mandíbula estaba tensa, apretada, una línea dura y blanca bajo la piel que delataba una tensión que su postura relajada negaba.
Lucía los vio marcharse hacia los ascensores, la espalda ancha y poderosa de él enfundada en el traje negro que ahora le parecía un uniforme, el vestido blanco inmaculado de ella pegado a su costado como una bandera. La imagen perfecta, cinematográfica, de un poder consolidado, de un linaje que se unía, de un futuro predecible y lujoso que ella, Lucía Montero, hija de una costurera del Poble-sec, nunca tendría ni por asomo.
Cuando las puertas del ascensor se cerraron tras ellos, silenciosamente, el aire regresó a sus pulmones en un jadeo seco y doloroso. Miró a su alrededor: su escritorio de melamina barata, su taza de café de promoción, los informes interminables de Luxury Cosmetics que ahora parecían el último eslabón de una cadena que la ahogaba.
Y entonces, con una claridad repentina que le dolió más que cualquier insulto, lo entendió.
Elena Vance no era solo una intrusa arrogante. No era solo la novia oficial.
Era La Razón. O, al menos, una parte fundamental de ella. La sombra concreta, con nombre y apellido, que había comenzado a alargarse sobre su burbuja de felicidad secreta. La “corrección” tangible y socialmente aceptable del “error” que ella había representado. El pacto que valía más que seis meses de verdades a medias en un apartamento del Gótico.
La rabia que sintió entonces, ardiendo en su pecho, no era solo por el desprecio condescendiente de la otra mujer, ni por los celos enfermizos que le retorcían las entrañas. Era por la certeza repentina, aplastante, de que Damián no la había abandonado por capricho, por aburrimiento o por frialdad.
Lo había hecho por conveniencia. Por estrategia. Por un pacto con una mujer que era todo lo que Lucía no era: heredera, refinada, parte del mismo mundo cerrado y dorado.
Y lo peor, lo que más le quemaba el alma con una llama lenta y devastadora, era que, a pesar de todo el dolor, la humillación y la rabia, una parte diminuta, tonta y terriblemente viva de ella, en el rincón más oscuro de su corazón, todavía quería escuchar su explicación.