El eco del beso aún ardía en sus labios como testimonio de la verdad que acababan de confesar sin palabras. Pero la rendición en los ojos de Damián duró apenas un instante. Lucía vio el cambio en tiempo real: la vulnerabilidad fue barrida por una oleada de pánico, y luego, por una frialdad calculada.
Él la apartó con brusquedad, como si su contacto le quemara.
—¿En qué demonios estabas pensando? —su voz era áspera, pero ella no se dejó engañar; era la aspereza del miedo, no del enfado.
Lucía, respirando aún con dificultad, se obligó a adoptar una expresión de indiferencia. Se ajustó la blusa con un gesto que pretendía ser de fastidio, no de nerviosismo.
—Relájate, Rojas. Solo era una duda —se encogió de hombros, fingiendo una ligereza que estaba a kilómetros de sentir—. Después de cuatro años, tenía curiosidad. Quería saber si todo aquello había sido real o solo otra de tus actuaciones. Ya tengo mi respuesta.
Mintió. La respuest