Los días que siguieron a la devastadora verdad fueron un ejercicio de agonía disfrazada de normalidad. Lucía se movía por la oficina como un autómata, firmando registros, atendiendo llamadas, llevando cafés. Pero detrás de la fachada de la asistente eficiente, su mente era un torbellino de preguntas sin respuesta.
¿En verdad la había querido? Esa era la más persistente. Si todo entre ellos había sido una fachada dentro de otra fachada, ¿había habido un solo momento, un solo suspiro, un solo roce que hubiera sido real? Recordaba la manera en que la miraba en su apartamento, con esa vulnerabilidad que solo ella veía. ¿Era también actuación? La duda era un veneno que corría por sus venas.
Y la pregunta más peligrosa, la que se atrevía a formular solo en la oscuridad de su habitación: ¿aún la quería? Porque ella, en el fondo más honesto de su ser, tenía una respuesta clara y devastadora para sí misma. En cuatro años, no lo había superado. Había intentado seguir adelante, había salido con