Tres

Diez años después...

Ella se viste con su falda negra que le llega por debajo de las rodillas; no es ancha, pero tampoco ajustada, para evitar chismes y miradas descalificativas. Por encima del sostén se pone una camisa blanca de tela suave y fresca, que le cubre completamente los brazos. Luego recoge su cabello, cuyas puntas terminan por encima de los hombros, en un moño sencillo.

Se coloca sus aretes y collar de perlas, y se unta un poco de brillo humectante sin color en los labios para evitar que se resequen. Después, se rocía con el perfume de rosas que tanto le gusta y ya está lista para ese día especial: su graduación.

Después de enviudar cinco años atrás, recuperó la libertad que le habían arrebatado cuando apenas empezaba a volar: poder estudiar una carrera. En este caso, floricultura.

Todo un año se lo pasó de actividad en actividad, puesto que su esposo fue un hombre popular en la pequeña ciudad y muy apreciado, así que se veía invitada a diferentes conmemoraciones en su honor. Tras un año improductivo, como los primeros cinco que pasó encerrada en casa siendo la esposa perfecta, decidió hacer algo por su propia vida.

—Hoy, después de tantos obstáculos y luchas, por fin obtendré mi título —dice mientras se mira al espejo. Se siente ufana y victoriosa por su logro, ese que creyó imposible hace diez años.

Con su bolso grande y negro, que hace juego con sus zapatos cerrados de tacón medio, sale de la casa y conduce su vehículo hacia la universidad, donde se llevará a cabo la celebración.

La ceremonia concluye y todos los graduados lanzan sus birretes al aire, como manera de celebrar su gran logro.

Ella observa con añoranza a sus compañeros de graduación, quienes reciben los abrazos y halagos de sus familiares y amigos. Un suspiro tristón escapa de sus labios mientras mira con orgullo la carpeta que le otorga la licencia para cumplir su sueño: abrir su propio vivero. Su meta es ambiciosa, porque no se limita a aquella ciudad; quiere expandir su negocio a otros países.

Mira a su alrededor una vez más y se abraza a sí misma. Las lágrimas le nublan la vista y la sensación de soledad le oprime el pecho.

—Ninguno de ellos vino —susurra para sí con voz quebrada. Sus dientes se clavan en su labio inferior, como si contuviera el llanto, mientras sus brazos se aferran a la enorme carpeta de textura dura que aguarda su preciado tesoro.

Todos los graduados, sin importar la edad, tienen al menos una persona que celebra con ellos, pero ella no. Está sola, y a nadie le importa su logro. Pese a que tiene una familia numerosa, a ninguno de ellos les parece que un viaje del campo a la ciudad valga la pena si es para acompañarla en su “capricho rebelde y absurdo”, como llaman a su sueño.

—Ya debo estar acostumbrada… Soy una tonta ilusa al esperar un buen gesto de ellos hacia mí.

Con el rostro decaído, Katerina se sube al auto y da una última mirada al lugar donde estudió durante varios años y a los compañeros que mantienen una distancia prudente de ella, simplemente por ser la viuda de Koch; una mujer que debe permanecer inalcanzable para los hombres, ser la envidia de las menos pudientes y poco interesante para las más modernas.

Está condenada a estar sola y debe regirse por las normas que su estatus le exige. Como viuda de un hombre tan importante, no está bien visto que vuelva a casarse o que coquetee; según el juicio de su entorno, eso sería faltar al respeto a la memoria de su esposo, pues ningún hombre podría estar a su altura.

No tiene amigos porque se considera incorrecto que una mujer que vive sola los tenga; tampoco cuenta con amigas de verdad, pues resulta muy anticuada y aburrida para las jóvenes, y para las mayores no es lo suficientemente madura. Aun así, las señoras mayores conforman su círculo, aunque las reuniones con ellas tienden a ser insoportables, llenas de sermones y críticas hacia su persona.

Sin embargo, su nuevo proyecto le da la esperanza de salir de esa horrible rutina y prisión, para empezar a vivir la vida que una vez soñó y que otros le frustraron.

—Anímate, Katerina —se alienta a sí misma mientras se mira en el pequeño espejo del vehículo—. Lo lograste. Por fin terminaste tu carrera y podrás poner el negocio de tus sueños. Ha costado llegar hasta aquí, pero ha sido una victoria.

Con esas palabras regresa a casa y se prepara una cena especial, acompañada de vino y un postre de felicitación.

Nadie respondió a su invitación para celebrar junto a ella, pues les pareció demasiado pretencioso que se graduara de una carrera que normalmente escogían los hombres. Así, le toca festejar sola su éxito.

***

En una ciudad lejana, llena de tránsito, humo y suciedad, un joven rubio de ojos verdes y cuerpo atlético se tambalea cerca de unos callejones.

Su pantalón negro de mezclilla lleva varios rotos como decoración, y la remera blanca, que se le pega al torso como segunda piel, está estrujada y sucia de labial rojo.

Sus rizos dorados caen sobre la frente, pese a que los ha recogido en una coleta baja que le cubre el cuello. Su piel blanca está enrojecida y su mirada apagada. Cuando ya no puede sostenerse más sobre sus pies, cae sentado en el piso y maldice a voz en grito su infortunio.

—¡Maldita loca! La hija de puta me drogó para no pagarme. Si te encuentro, desgraciada, te haré pagar con creces.

—¿Qué haces en mi lugar? —interrumpe un vagabundo.

—¡Esta es la calle, vago del demonio! ¡Puedo estar aquí las veces que quiera!

—¡Este es mi lugar! —le reclama el hombre con actitud desafiante—. Ve y busca tu propio sitio donde dormir.

—¡Déjame en paz! ¿Acaso me ves cara de mendigo? ¡Yo soy Giovanni Amato! ¿No me ves? Mi familia es dueña de media puta ciudad y yo estoy aquí tirado, discutiendo con un vagabundo ignorante que no sabe reconocer a las personas.

El hombre lo mira como si estuviera loco y toma un pedazo de tabla de un basurero, dispuesto a golpear al intruso.

—¡Vete, drogadicto! —vocifera el mendigo mientras lo ataca con la madera.

—¡¿Qué crees que haces, maldito loco?! —Él se levanta con movimientos torpes y esquiva los ataques.

Pese a que su cuerpo se siente débil por la sustancia que consumió de forma involuntaria, aún puede defenderse. Con gran agilidad, le quita la tabla a su atacante y le da un puñetazo que lo hace caer al piso.

El joven se aleja de aquel lugar con pasos torpes, ignorando las maldiciones y amenazas que el mendigo vocifera en su contra.

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