Dos

El cielo gris le hace justicia a esa tarde desoladora, que será la última en que sus padres tengan esa forma que pronto perderán al descomponerse. Tan solo es un niño; ¿cómo se supone que vivirá sin sus cuidados?

Mira a los presentes, que visten de negro, alrededor de ambos orificios donde los ataúdes serán puestos, para esconder los cuerpos que le dieron vida. De todas formas, son como muñecos de carne, puesto que carecen de esencia y conciencia; ya sus padres no están. Ha quedado completamente solo en un mundo cruel y caótico.

Sus tíos permanecen de pie con cara de tristeza, al igual que todos allí. ¡Hipócritas! A ninguno les duele esa muerte ni les afecta como a él. Sus progenitores nunca contaron con su familia; asimismo, muchos amigos le dieron la espalda cuando el señor Amato despreció a su padre y lo desheredó.

Una última mirada a las cajas que contienen a las únicas personas a quienes le importaba, y las lágrimas afloran cuando estos son introducidos allí y cubiertos por la tierra. Tiene que abrazarse a sí mismo para no perder la compostura, porque lo único que desea es ser enterrado junto a ellos.

«Adiós, papá y mamá», se despide en su mente y se cubre el rostro con las manos. Así oculta el llanto.

***

El cielo se está tornando oscuro y el suelo, mojado por la reciente lluvia, se encuentra un poco resbaloso.

El chico de unos doce años se baja de la limusina negra con desazón, puesto que está destrozado por dentro. Sus rizos rubios ya se han desarreglado; no importa cuánto los peine, vuelven a desordenarse alrededor de su rostro. Sus mejillas y nariz están rojas por el llanto.

—Querido, bienvenido a tu nuevo hogar. —La mujer de delgadez exagerada, cabello negro y lacio que recoge en una coleta de lado, se coloca a su lado y le palmea el hombro derecho.

El chico ni siquiera se molesta en mirarla o responderle. No le gusta esa mujer a quien todos llaman Lisselot y que porta ese ridículo sombrero negro con plumas. ¿Se supone que deba llamarla tía o por ese feo nombre?

—Ya entren, antes de que llueva más. —Ese es el tío gordo: un alcohólico glotón que nunca ha trabajado en su vida, a quien todos llaman Juárez.

El chico mira la mansión por un largo rato y desea correr lejos de allí. Más que la casa de los hijos del hombre más rico del país parece la casa de Drácula: negra por fuera, anticuada, sombría, gigantesca, con una vibra negativa que le provoca escalofríos. Definitivamente, no es el mejor lugar para un niño.

Minutos después, sus tíos ya han entrado; él continúa afuera, sopesando si entrar o salir corriendo.

—No te preocupes, pequeño, que tu tío Víctor cuidará de ti. —El hombre de gran estatura, complexión fuerte y rústica, cabellera negra pegada al cráneo y ojos grandes, con un cigarro en mano, le pone la palma en el hombro y la aprieta con fuerza.

Cierto, el tío mayor.

El hombre se adelanta, dejando escapar humo de su boca y nariz mientras el chico queda solo allí, contemplando su nuevo hogar. Las gotas de lluvia empiezan a descender y se mezclan con sus lágrimas. Resignado, camina en dirección a la mansión donde vivirá desde ese momento.

***

Tres años después…

—Tú puedes hacerlo, chico —anima su tío Víctor con impaciencia—. Es esto o la cárcel, tú decides. Debes pagar las deudas que tu padre dejó y cubrir tus gastos; no hay otra opción que trabajar para conseguirlo. Créeme, te encantará hacer esto y la paga te dará una vida de lujos. Placer y dinero fácil es lo que obtendrás. Deberías agradecerme.

El adolescente no dice nada. ¿Acaso hablar cambiaría su suerte? Su vida quedó condenada desde el momento en que se anunció la muerte de sus padres y él quedó desamparado en manos de esos buitres. Entonces no había caso en refutar; su destino ya había sido elegido, y él se convertiría en otra persona, muy diferente a lo que sus padres hubieran deseado.

Un último suspiro le da la fuerza que necesita para entrar a aquella habitación.

Acomoda la bata de baño, se peina los rizos con los dedos y se relame los labios. Mira a su tío una vez más, buscando ese apoyo que tanto necesita, o tal vez piedad, que lo dejara ser un jovencito como los demás; uno que no tuviera que cargar con una deuda que ignoraba que existía y no tuviera que pagar por la comida que sus tíos ricos le dan; después de todo, son su única familia y él es un menor de edad.

Vuelve a suspirar, preso del miedo.

Esa sería su primera vez…

—Vamos, chico; relájate y disfruta el momento.

Siente náuseas al escuchar aquello, y una sensación de amargor le invade el paladar.

Disfrutar el momento…

Aprieta la manilla de la puerta y la gira dubitativo. Cuando esta cede, varios escalofríos recorren su cuerpo y el pulso se le acelera. Los ojos le arden por las ganas inmensas de llorar que siente, pero debe disimular y sonreír de forma coqueta, como su tío le había enseñado días antes.

Con pasos torpes y el nerviosismo torturándole la cordura, entra a la habitación donde su primera clienta lo espera.

—¡Pero qué belleza de chico! —exclama la señora mientras se saborea los labios de una manera que a él le parece asqueante—. Está vestida con una batita sensual de color rojo que no deja nada a la imaginación; su cabello negro y largo va recogido en una coleta alta que le da cierta elegancia.

Ser testigo de la lujuria en la mirada de aquella mujer, cuyos ojos están rodeados de algunas arrugas, le provoca un malestar insoportable.

—Acércate, que no muerdo… bueno —ríe maliciosa—…, mis mordeduras te encantarán.

El asco, el miedo y la rabia se mezclan en su interior, pero debe disimularlo, porque ya el dinero ha sido depositado. Se acerca como presa que va directo a la trampa del depredador, conteniendo las ganas de llorar y escapar.

Esa noche, en la habitación de un hotel lujoso de cinco estrellas, un chico virgen pierde su inocencia. Para él, este es el primero de muchos encuentros desagradables que lo dejan asqueado y quebrado casi todos los días.

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