Funeral

La noticia del accidente sacudió la ciudad como un terremoto, y las acciones de las corporaciones Drucker y Porter comenzaron a tambalearse. Pero para Michael, el mundo ya se había detenido por completo.

Después del grito del agente,Michael, Noel y Ricardo Porter corrieron hacia el lugar donde yacía el cuerpo. Al llegar, una silueta cubierta por una sábana los esperaba. Cuando el forense retiró la lona, el corazón de Ricardo se hizo trizas.

—¡Susan! —gritó, cayendo de rodillas junto al cuerpo inerte de su hermana pequeña.

Michael intentó consolarlo, una profunda tristeza recorriendo su ser, pero no pudo evitar que un alivio amargo y culpable lo inundara.

—Aysel… amor, ¿dónde estás? —susurró.

Tres días después

El aire en el cementerio era pesado, cargado de un dolor silencioso. Las familias Drucker y Porter, acompañadas de amigos y socios, se reunieron para el funeral de Susan.

—Hermana, lo siento… siento no haber podido cuidarte —murmuró Ricardo mientras enterraban el ataúd y arrojaba tres rosas blancas—. Hermana, te prometo que cuidaré de Samuel. No dejaré que a él le pase nada.

A unos metros, Walter, el esposo de Susan, observaba la escena con una actitud impasible que nadie lograba descifrar.

—Adiós, querida esposa —murmuró, secando una lágrima ficticia.

Al terminar la ceremonia, Ricardo recibió una llamada del detective a cargo de la investigación, pidiéndole que se presentara de inmediato en la morgue principal. Michael, que estaba a su lado, observó cómo el rostro de su suegro se volvía cenizo.

—¿Qué sucede? ¿Han encontrado a Aysel? —preguntó Michael, con un hilo de voz.

—No... Me piden ir a medicina legal —respondió Ricardo, temblando.

Sin pensarlo dos veces, Michael lo siguió hacia el auto. Mientras se alejaban, desde un rincón apartado del cementerio, una figura observaba a Ricardo y Michael. Mientras susurraba por teléfono:

—Ya han pasado tres días y no hay rastro de ella. Para el mundo, Aysel está muerta. Asegúrate de que nadie descubra la verdad. A partir de hoy, solo es un recuerdo.

En la morgue

El frío del lugar caló hasta los huesos. Después de los trámites, se encontraron frente a la puerta metálica de la sala de reconocimiento.

—Ricardo, por favor, déjame hacer esto a mí. Necesito... necesito saber que no es ella —suplicó Michael, con la mirada fija en esa puerta.

—Está bien —asintió Ricardo, apoyándose contra la pared, sin fuerzas para presenciar otra pesadilla.

Michael cruzó el umbral, con el corazón en un hilo, El médico le advirtió:

—El cuerpo presenta un trauma significativo por el impacto y la exposición prolongada al agua salada —explicó el forense con profesional frialdad.

Michael asintió, avanzando hacia la camilla con manos temblorosas, tomó la esquina de la sábana blanca. La tiró hacia atrás.

El rostro estaba irreconocible, desfigurado por el accidente y el mar. Un grito se ahogó en su garganta. "No, esto no prueba nada", pensó, aferrándose desesperadamente a un hilo de esperanza. Su mirada bajó hacia la clavícula, buscando el pequeño tatuaje de la ecuación de dirac que Aysel se había hecho en su décimo octavo cumpleaños. Allí estaba, borroso pero inconfundible.

La negación lo empujó a buscar la prueba final. Con un último esfuerzo, buscó la marca de nacimiento en forma de media luna en la cadera izquierda. Al verla, sus puños se cerraron con tal fuerza que las uñas se clavaron en sus palmas. El hilo de esperanza se rompió de golpe, y el hombre que siempre se había mostrado sereno e inquebrantable se derrumbó en un llanto desconsolado frente al cuerpo sin vida de la mujer que amaba.

—Cariño, perdóname... —logró articular entre sollozos—. Prometí cuidarte... Por favor, regresa.

Al escuchar el alboroto, el asistente de Ricardo confirmó la terrible verdad y salió a dar la noticia. En cuestión de horas, la ciudad entera sabía que Aysel Porter había muerto.

Dos días después

Un Michael demacrado y vestido de luto permanecía junto al ataúd de su prometida, sin querer apartarse ni un segundo. Su madre se acercó para abrazarlo.

—Hijo, sé fuerte. No te derrumbes.

Michael levantó hacia ella una mirada cansada, vacía.

—Mamá… la he perdido. Ella era mi vida. Me la han quitado… ¿cómo podré vivir? — Su voz se quebró mientras se aferraba a su madre. De pronto, escuchó una voz femenina a su espalda.

—Michael… lo siento mucho. Aysel era tan buena —dijo Alicia, amiga de Aysel—. Ella no debió terminar así.

Michael la observó por un momento, y sin más, asintió levemente antes de volver su mirada al ataúd. Durante el resto de la ceremonia, Ricardo se desmayó y tuvo que ser trasladado al hospital. Michael se quedó allí, inmóvil, con un tulipan lila en sus manos.

Finalmente, cuando el ataúd comenzó a ser cubierto de tierra, Michael dejó caer la flor.

—No sé cómo viviré sin ti —susurró.

Las lágrimas recorrieron su rostro sin control y, por primera vez, cayó de rodillas, viendo cómo la tierra sepultaba para siempre no solo a su amor, sino también toda la luz de su mundo.

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