La llave aún colgaba de su cuello cuando salió de la biblioteca.
El aire de Almaviva había cambiado. O tal vez era ella.
Caminó en silencio por las calles estrechas del pueblo, sintiendo que cada piedra en el suelo ocultaba secretos. El diario, el cristal, las palabras de su madre, todo giraba en su mente como una rueda oxidada despertando de un sueño largo.
Ella había sido el sello.
No entendía completamente lo que eso significaba, pero cada vez que pensaba en la palabra “cerrar”, algo dentro de su pecho palpitaba con fuerza. Como si su propio cuerpo recordara algo que su mente no podía alcanzar.
Cuando llegó a casa, encontró la puerta abierta.
Se detuvo.
La madera crujía lentamente, mecida por el viento. Sintió una punzada en el estómago. Entró con cautela. Todo parecía igual… salvo por una cosa.
La flor blanca del invernadero —la que vivía del recuerdo— yacía sobre la mesa del comedor, marchita. Nadie la había traído allí.
Amara la tocó. Estaba seca. Fría. Muerta.
Sintió que le faltaba el aire.
—¿Quién estuvo aquí?
Subió al desván corriendo. El baúl estaba abierto. Todo parecía intacto… menos una hoja del diario. Una página arrancada.
Sus manos temblaron. Sintió el miedo colarse como una sombra en los rincones de la casa. Ya no estaban esperando. Alguien la había estado observando.
Esa noche no durmió.
Se encerró en su habitación, con el diario, el cofre, y el cristal negro sobre la mesa. Lo observó durante horas. Era de forma triangular, irregular, con una grieta como un relámpago seco en el centro. No brillaba, pero parecía absorber la luz.
A la medianoche, el silencio fue total.
Y entonces, el cristal vibró.
Apenas un temblor, casi imperceptible. Pero lo hizo.
Amara se acercó. Lo tocó.
Y fue como si algo entrara en su mente.
Se encontró de pie en un bosque.
La niebla era espesa. Todo era gris. Delante de ella, un círculo de piedra. Al centro, un espejo antiguo, alto, con el marco de bronce corroído. Su reflejo no era exacto: tenía los ojos completamente blancos. Sin pupilas. Sin alma.
—Despierta —dijo una voz detrás de ella.
Se volteó.
Su madre.
Joven, vestida con una capa oscura, los labios apretados y el rostro tenso.
—¿Qué es esto?
—Una advertencia. Un eco.
—¿De qué?
—De lo que viene si no recuerdas.
Amara retrocedió. El suelo vibraba.
—¿Recordar qué?
Su madre se acercó. Le colocó la mano sobre el pecho.
—No busques en los libros, hija. El ritual fue borrado de los textos. Está en ti.
Tú fuiste la grieta… y también la cerradura.—¿Por qué me dejaste? —susurró Amara, rompiéndose.
Su madre la miró con tristeza.
—Porque no podía quedarme. No después de lo que hicimos.
El bosque tembló.
La imagen comenzó a romperse como vidrio.
—Encuentra la Casa del Reflejo —dijo ella, antes de desvanecerse—. Antes que ellos lo hagan.
Amara despertó de golpe. Estaba sudando. Temblaba. La lámpara parpadeaba.
En la mesa, el cristal estaba caliente.
Y junto a él, donde no había nada antes, una palabra grabada a fuego sobre la madera:Refugio.
A la mañana siguiente, tomó una mochila, el diario, la llave, el cristal y el nombre.
“Casa del Reflejo.”
No era un nombre real. Era simbólico. Pero algo en su interior, algo visceral, le indicó a dónde debía ir.
Un paraje más allá del pueblo. Un lugar olvidado entre el bosque y la antigua cantera.
Cuando era niña, los ancianos hablaban de un caserón abandonado allí. Nadie iba. Nadie lo cuidaba. Le llamaban “La Casa del Espejo” por sus ventanas negras y la forma en que devolvía tu imagen deformada al pasar.Ahora sabía que no era solo una casa.
Era un umbral.
El bosque la recibió con un silencio denso. El cielo estaba nublado. El aire, más frío que la noche anterior.
El sendero hacia la cantera estaba casi borrado. La vegetación lo había devorado, pero Amara siguió su intuición. Cada paso era un acto de fe.
Cruzó árboles retorcidos. Escuchó ramas crujir donde no había viento. Aves que dejaban de cantar al sentir su presencia.
Y entonces, la vio.
La casa.
Una estructura grande, de piedra y madera ennegrecida por el tiempo. Tenía cinco ventanas en la fachada, todas rotas o cubiertas de lodo seco. El techo estaba hundido por un lado. Parecía que iba a derrumbarse en cualquier momento.
Y sin embargo, se mantenía en pie.
Como si la esperara.
Amara se acercó.
La puerta estaba entreabierta.
Dentro, el aire olía a polvo, hierro, y a algo más: una humedad antigua que no pertenecía al tiempo.
Cruzó el umbral.
Los muebles cubiertos de sábanas. El suelo, cubierto de hojas secas y fragmentos de vidrio. La chimenea aún tenía marcas de ceniza.
Y en el centro del salón principal, sobre una alfombra deshilachada, había un espejo de cuerpo entero, intacto.
Su marco era de bronce.
Su superficie… opaca. No reflejaba nada.Amara se acercó.
Sintió un tirón en el pecho. Como si algo dentro del espejo la reconociera.
El cristal negro, en su bolsillo, comenzó a temblar.
—¿Qué quieres de mí? —susurró.
Y entonces, sin esperarlo, el espejo habló.
No con palabras.
Con imágenes.
Un destello. Una visión.
Un círculo. Velas. Figuras encapuchadas. Ella —Amara— con cinco años, dormida en el centro del círculo. Su madre arrodillada, suplicando. Alguien alza un cuchillo. Otro retrocede.
Gritos. Una grieta en el suelo. Una luz roja que brota desde las raíces del bosque. Un nombre que nadie osa pronunciar.Y luego, oscuridad.
Amara cayó de rodillas.
El espejo se apagó.
La casa volvió a estar en silencio.
Pero ya no había vuelta atrás.
Lo que había sido sellado… estaba despertando.
Y alguien más, fuera del bosque, lo sabía también.