La Casa del Reflejo no tenía reloj. No había forma de saber cuánto tiempo había pasado desde que Amara entró.
Fuera, el bosque se había cerrado en sí mismo, como si no quisiera dejarla ir. Dentro, la quietud era casi irreal. Cada rincón parecía contener una respiración antigua, un eco que no terminaba de morir.
Y sin embargo, ella seguía allí, de pie frente al espejo.
El cristal negro, aún tibio en su bolsillo, palpitaba con un ritmo que no era el suyo. Era como si se hubiera fundido a su propio pulso, como si ahora latiera con ella.
Amara dio un paso atrás.
—¿Qué soy? —murmuró al aire inmóvil.
La única respuesta fue un crujido.
No del espejo. Ni del techo. Sino del suelo.
Se agachó y corrió con los dedos por la alfombra vieja. Una parte estaba rasgada. Al levantarla, encontró una trampilla de madera. Antigua. Casi invisible. Pero allí estaba.
No había cerradura. Solo un hueco donde encajaba…
La llave.
La giró.
Un chasquido seco rompió el silencio.
Con esfuerzo, abrió la trampilla. El polvo que emergió tenía un olor áspero, como de tierra mezclada con metal. Dentro, una escalera descendía a la oscuridad.
Amara tomó la linterna de su mochila y bajó.
El sótano no era un sótano.
Era un santuario enterrado.Las paredes estaban cubiertas de símbolos trazados con tinta oscura, y a veces con sangre seca. Círculos concéntricos, ojos que no parpadeaban, constelaciones imposibles. Al fondo, había una mesa de piedra y, sobre ella, un libro abierto con letras que parecían moverse.
Amara se acercó, temblando.
El libro tenía páginas de pergamino cosidas a mano. No estaba escrito en un idioma que conociera, pero una frase, tallada en la piedra del borde, le resultó perfectamente clara.
"Aquel que ve el reflejo y no se rompe…
será el guardián de la grieta."Ella. La grieta. El sello.
Lo que sea que su madre había sellado aquella noche del eclipse, aún intentaba salir.
Y esta sala… parecía diseñada para vigilarlo.De repente, la linterna parpadeó.
Amara contuvo la respiración.
Un golpe sordo, arriba. Luego otro.
Alguien… estaba en la casa.
Apagó la linterna y se ocultó entre las sombras.
Pasos lentos. Pesados. No eran como los de alguien explorando.
Eran pasos de alguien que sabía a dónde iba.
Luego, silencio.
Y entonces, una voz.
—No deberías haber venido, Amara.
Su cuerpo se tensó. Reconocía esa voz, pero no del todo. Era masculina, rasposa, y tenía el tono suave y venenoso de quien disfruta tener el control.
La trampilla se abrió lentamente.
Una figura descendió, sin apuro.
Alcanzó el suelo con botas negras cubiertas de barro. Iba vestido con una capa gris, el rostro cubierto por una máscara de hueso pulido que apenas dejaba ver los ojos. No llevaba armas visibles, pero su sola presencia congelaba el aire.
Amara retrocedió en silencio.
—¿Quién eres? —dijo ella, la voz temblorosa pero firme.
—Un recuerdo —respondió él.
—¿De qué?
—De todo lo que se sacrificó por mantener la grieta cerrada.
Y de todo lo que tú podrías arruinar.Él se acercó un paso más. El cristal negro en su bolsillo ardió brevemente.
—¿Por qué me siguen? —preguntó Amara.
—Porque estás encendida. El sello ya no es estable. Tú lo sientes, ¿no? Las visiones. Las voces. La memoria prestada.
Ella asintió apenas.
—¿Qué quieren?
—No es lo que queremos —dijo, y bajó el tono—. Es lo que ya no podemos contener. Tú no fuiste la única grieta, Amara. Fuiste la última barrera funcional. Y ahora estás rompiéndote.
Silencio.
—La noche del eclipse vendrá otra vez —añadió él—. Pronto. Y cuando eso ocurra, la grieta abrirá por sí sola.
A menos que… volvamos a sellarla.Amara lo miró con el corazón latiendo desbocado.
—¿Volver a sellarla… conmigo?
El enmascarado no respondió.
Pero su silencio fue una confirmación brutal.
—¿Fuiste tú quien estuvo en mi casa? —dijo ella de pronto.
—No. Pero no fui el único que te encontró.
Eso la hizo temblar.
Él se giró hacia la mesa y pasó los dedos por el libro sin tocarlo.
—¿Has soñado con él?
—¿Con quién?
—Con el que vive en la grieta. Con el sin-nombre.
Su voz suena como la tuya. Sus pensamientos… ya están contaminando los tuyos.Amara apretó los puños.
—¿Qué quieres de mí?
Él se volvió hacia ella.
—Nada.
Aún.Y entonces, como si se deshiciera en humo, desapareció.
Amara corrió hacia la escalera. Subió como si la oscuridad la persiguiera. Cerró la trampilla. Puso peso encima. Respiró. Lloró.
La casa entera parecía vibrar.
Estaba dentro del juego ahora.
El ritual. El sello. Y lo que estaba despertando en su interior.Al salir al bosque, no supo si era de día o de noche.
Pero entre los árboles, vio otro reflejo.
Un cuervo blanco. Inmóvil. Observándola.
Y entonces, supo que no estaba sola.
Y que ya no había marcha atrás.