El día no comenzó.
El sol subió, sí. Pero su luz era pálida. Fría. Como una lámpara de papel a punto de extinguirse.
Desde las primeras horas, el cielo se volvió metálico, y las nubes giraban en espiral sobre Almaviva. El pueblo entero se había silenciado. Hasta los relojes dejaron de funcionar. Como si el tiempo supiera que no debía avanzar más.
Amara caminaba hacia el centro del claro con Vera y Leónidas detrás. Cada uno llevaba una parte del ritual. Ella, el cristal ahora claro. Vera, el símbolo antiguo tallado en obsidiana. Leónidas, una campana sin badajo.
Nadie hablaba.
El lugar elegido era la cima de la colina más antigua. Donde, según los registros de la Orden, la grieta se había manifestado por primera vez en 1777. Rodeado de piedras erguidas y árboles que se inclinaban hacia dentro. Como si todos los siglos apuntaran a ese momento.
—Es ahora o nunca —dijo Vera.
—No habrá una segunda oportunidad —añadió Leónidas.
Pero Amara los ignoró. Sus ojos estaban fijos en el cielo, que