El viaje comenzó con niebla.
El tren que Amara tomó desde el último pueblo de la línea serpenteó entre cerros, túneles y laderas vacías. El vagón iba casi vacío. A su lado, una anciana dormía con la cabeza ladeada, murmurando palabras en un idioma que no reconocía.
El silencio del paisaje era antinatural.
Como si el tiempo, al cruzar cierta frontera, dejara de avanzar.
Cuando el tren se detuvo en la estación señalada como “Nido Viejo”, no hubo voz que anunciara la parada. Solo el crujido de los frenos y el viento silbando por las ventanas rotas.
Amara bajó sola.
La estación era un edificio de piedra y madera con los techos carcomidos. Al frente, un andén abandonado cubierto de musgo y ceniza. A un lado, una torre de reloj sin manecillas. Y delante… el bosque.
El bosque negro.
Era más denso, más cerrado, más frío. Como si respirara por sí mismo.
Amara cruzó el portón oxidado sin mirar atrás.
Leónidas le había dejado instrucciones: seguir el sendero derecho, pasar dos puentes cubiertos