La puerta de la biblioteca se abrió con un quejido que parecía arrastrar siglos.
Amara entró con los pasos firmes y los ojos encendidos. Leónidas levantó la vista desde su escritorio; parecía más viejo que el día anterior. Tenía una taza entre las manos, pero no la levantaba.
—¿Vienes de la casa? —preguntó él.
Amara no respondió. Caminó hasta la mesa y dejó caer el cristal negro sobre la madera con un sonido seco.
—Él vino. El vigía.
Leónidas cerró los ojos un instante. Cuando los abrió, una tristeza densa le pesaba en el rostro.
—¿Te habló?
—Sí. Y dijo cosas que tú debiste decirme hace mucho tiempo.
Como que yo no fui la primera.
Silencio. Largo. Amargo.
—Tu madre me lo prohibió —murmuró él—. Quiso protegerte. Incluso de la verdad.
Amara lo miró, endurecida por dentro.
—Eso no me protegió. Solo me dejó vulnerable.
Me mentiste por años.
Leónidas asintió con culpa.
—Entonces ya es hora.
Se levantó con lentitud, caminó hasta una estantería en la esquina menos transitada y retiró una fil