El mundo no colapsó.
No estalló en fuego ni desapareció en silencio.
Simplemente… respiró.
Después del eclipse, después del grito que no fue de guerra ni de muerte, sino de reconocimiento, el planeta siguió girando. El mar volvió a latir. Las estrellas salieron con timidez.
Pero algo había cambiado.
Amara también.
Pasaron días. No fue inmediato. El cuerpo de Amara aún dolía. No físicamente, sino en los lugares donde nunca pensamos que existe el dolor:
en los recuerdos,
en las preguntas,
en las posibilidades no elegidas.
Despertaba por las noches con los ojos abiertos, convencida de que la grieta seguía dentro de ella.
Y quizás así era.
Pero ya no como una herida.
Sino como una cicatriz sagrada.
Se quedó en Almaviva.
El mundo de afuera seguía con su tráfico, sus relojes, sus noticias. Pero a ella ya no le interesaba la prisa. Había cruzado un umbral que no tenía regreso. Y eso, lejos de asustarla, le ofrecía una paz nueva.
Todos los días, al amanecer, caminaba hacia la costa. Se sentab