La estación de Nido Viejo no la esperó.
El tren no volvió a pasar.
Cuando Amara regresó al andén, después de escapar de la casa de Elías, la vía había desaparecido. Cubierta por una neblina densa. Como si el mundo se hubiera olvidado de aquel lugar. Como si el tiempo la hubiera dejado atrás.
Pero no estaba asustada.
Estaba despierta.
Caminó durante horas. No había señal en el celular, ni caminos marcados. Solo un mapa sucio, los ojos ardiendo y un cuaderno donde había empezado a escribir lo que recordaba. Lo hacía compulsivamente, como si temiera olvidar su propia historia.
“Mamá me hablaba del espejo sin nombre.
Me decía que si lo mirabas por mucho tiempo, el espejo te devolvía a ti misma… pero sin alma.”
Cerró el cuaderno. Lo apretó contra su pecho. El viento comenzaba a volverse más agresivo.
En la lejanía, el orfanato se asomaba como una ruina en una colina: oscuro, inclinado, con su torre doblada hacia un lado, como si se hubiera rendido al peso de su historia.
Amara acampó antes