Ecos en la nieve

El aire del desván era denso, como si el polvo llevara años sin moverse.

Amara permaneció sentada en el suelo de madera, con las piernas cruzadas y el cuaderno entre las manos, sin saber qué hacer primero: llorar, correr o seguir leyendo. Todo en su interior oscilaba entre el asombro y el miedo, como si estuviera atrapada entre dos tiempos: el de una niña que nunca tuvo respuestas y el de una mujer que, por fin, había encontrado las preguntas correctas.

El cuaderno olía a cuero viejo, a páginas que alguna vez fueron confidencia. No era un diario corriente. Lo notó en la textura, en la forma en que la tinta se deslizaba diferente por el papel. Era como si cada palabra que su madre había escrito estuviera viva, esperando por ella.

Amara pasó la mano por la portada. Tenía un bordado apenas visible en la esquina inferior derecha: un círculo con una línea quebrada en el centro. No era un adorno. Era un símbolo. Uno que había visto antes… aunque no sabía dónde.

Abrió el cuaderno por la primera página escrita. La letra, redonda y firme, hablaba con la cadencia de una advertencia, no de un recuerdo:

“Este no es un diario para que me recuerdes.

Es una brújula para que me encuentres.”

Su corazón latió con fuerza.

Una brújula. ¿Para llegar a dónde?

Avanzó a la siguiente página.

“No sabía si llegarías a este punto. Pero si lo hiciste, significa que la verdad ya te toca la puerta.

Hay cosas en este mundo que se esconden justo donde nadie mira:

En los recuerdos falsos.

En los silencios largos.

En las versiones cómodas de una historia.

Almaviva no es lo que parece. Nunca lo fue.

Tú tampoco eres solo lo que crees ser.”

Amara sintió un nudo en la garganta.

La casa debajo crujía. El viento soplaba con un quejido agudo por entre las rendijas del tejado, como si la misma noche protestara. Se abrazó las rodillas, y por un instante deseó no haber subido nunca. Pero era tarde.

Volvió a leer la última frase.

“Tú tampoco eres solo lo que crees ser.”

¿Qué significaba eso?

Era una frase que podía romper a una persona en dos.

Ella, que había crecido creyendo que era una chica normal de un pueblo callado. Que su madre había muerto en un accidente. Que su familia estaba llena de silencios y duelos que nadie se atrevía a nombrar. Que la única herencia que tenía eran viejas fotos, alguna receta de pan casero y el vacío de lo que nunca fue dicho.

Ahora, ese cuaderno decía que todo eso era una versión. Y no precisamente la verdadera.

14

“No confíes en nadie.

Comienza por el desván.”

El mensaje de la carta regresó a su mente como un susurro.

Amara cerró los ojos. Intentó calmar su respiración. Algo dentro de ella comenzaba a revolverse, como si una parte enterrada —una parte que siempre supo más de lo que podía decir— estuviera despertando.

“Confía solo en lo que recuerdes sin explicación.

Lo que sueñes más de una vez.

Lo que te asuste sin razón.”

Ella había soñado muchas veces con un bosque sin caminos, una torre cubierta de hiedra, y una puerta de piedra que no tenía cerradura.

Soñaba con eso desde niña, pero lo había dejado pasar como uno de esos sueños recurrentes que uno aprende a ignorar. Ahora no podía evitar preguntarse si no era un recuero escondido. ¿Y si esos sueños eran parte de lo que su madre decía?

Pasó más páginas.

Había listas incompletas, nombres tachados, dibujos hechos con prisa: constelaciones, figuras geométricas, símbolos con tinta corrida. Pero en una hoja más adelantada, escrita con trazos más irregulares, halló un nombre que la hizo jadear.

“Hay alguien que te protegerá.

Su nombre es Leónidas.”

Leónidas.

Amara sintió un escalofrío.

No conocía a muchas personas con ese nombre. Solo una: el anciano bibliotecario del pueblo, que pasaba más tiempo leyendo que hablando, que conocía todos los libros por olor y todas las respuestas por evasión.

Le recordaba claramente. Ojos grises, mirada paciente, barba descuidada, y una forma de mirar a los demás como si supiera en qué estaban mintiendo. Nunca había hablado demasiado con él, pero algo en su forma de estar en el mundo siempre le había resultado extrañamente familiar. O inquietante.

Una vez, cuando tenía once años, lo vio cerrar un libro con suma delicadeza, y cuando ella le preguntó por qué lo hacía así, él simplemente respondió:

—Porque algunas historias son puertas. Y uno no debe cerrarlas con violencia.

Una ráfaga de viento golpeó la ventana del desván y Amara saltó del susto.

Se acercó. Afuera, la nieve seguía cayendo. Blanca. Densa. Eterna.

Bajó del desván con el corazón latiendo como un tambor.

No podía dormir. Ni quería.

La casa seguía en penumbra. Encendió una lámpara y se sentó en la mesa de la cocina, con el diario abierto y la llave colgando de su cuello. La sostuvo entre los dedos. Tenía la forma de una antigua llave de reloj, pero más larga, con un diseño labrado en espiral en la cabeza metálica. Era hermosa. Y extrañamente cálida, como si conservara el calor de una mano que ya no existía.

Afuera, todo seguía en silencio. Pero adentro, Amara sentía que el mundo acababa de abrirse.

Ya no era solo una chica sin respuestas.

Ahora, tenía una carta. Un diario. Un mapa a medio completar.

Y un nombre.

Leónidas.

Mañana, pensó, iría a la biblioteca.

Y nada sería igual.

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