La mañana llegó sin avisar, gris y pesada, como si el mundo aún no estuviera listo para despertarse.
Amara no había dormido. Se había quedado sentada junto a la estufa hasta que la luz del amanecer filtró su forma triste por la ventana. La casa crujía con pereza. Marta aún no se levantaba. Y Amara, con el diario apretado contra el pecho, no podía dejar de pensar en tres cosas:
El símbolo en el cuaderno.
El nombre de Leónidas.
La figura entre los árboles.
Se levantó, se lavó la cara con agua helada y se ató el cabello con torpeza. Al mirarse al espejo, por primera vez, no se reconoció del todo. Sus ojos eran más hondos. Como si hubieran leído algo que no se puede olvidar.
Después del desayuno (o lo que fingió serlo), subió otra vez al desván.
La escarcha aún cubría el cristal de la ventana, y el baúl seguía donde lo había dejado, aunque ahora parecía más antiguo, como si una noche bastara para hacer que los objetos envejezcan.
Revisó el diario de nuevo. Lo hojeó lentamente, buscando páginas ocultas, códigos, algo que se le hubiese escapado. Pero fue el baúl el que llamó su atención esta vez.
Tocó el fondo del cofre con los nudillos. Sonó hueco.
—¿Qué…?
Retiró la tela que cubría el interior y notó una línea delgada que dividía la base. Golpeó con cuidado. Sonó diferente.
Metió la uña en la ranura y, con esfuerzo, levantó una tapa falsa.
Debajo había un compartimento escondido.
Y dentro, un papel doblado muchas veces, frágil como una hoja seca. Lo tomó con sumo cuidado, como si al tocarlo pudiera borrar el mensaje que aún dormía entre los pliegues.
Lo extendió sobre el suelo.
Eran letras más pequeñas que las del diario. Más apuradas. Escritas con un trazo distinto, pero con la misma tinta. Su madre.
“No sé si te atreverás a abrir esto. Si lo haces, debes saber que algo se activará.
Tu presencia despierta lo que estuvo dormido.
La nieve no es lo único que ha regresado.”Amara tragó saliva.
Siguió leyendo.
“No podía contarte todo. Había algo que no podía escribir, por seguridad.
Pero sí lo dejé guardado… donde todo comenzó.Bajo el cristal.
En la flor que no muere.”Amara se quedó en silencio.
Bajo el cristal.
En la flor que no muere.¿Qué significaba eso? ¿Una metáfora? ¿Un lugar real?
Cerró los ojos, tratando de conectar con alguna imagen de su infancia. Algún recuerdo que hablara de una flor inmortal.Y entonces lo sintió.
No pensó. No razonó. Solo recordó.
Había tenido cinco años. Era una tarde de primavera. Su madre le había llevado a un invernadero pequeño, construido junto al granero. En ese entonces, Amara lo llamaba la casita de vidrio. Allí, su madre cultivaba plantas extrañas: flores con pétalos azules, raíces que se movían en el agua como si respiraran, y una en especial:
Una flor blanca encerrada en una cúpula de cristal.
No tenía tierra. No tenía agua. Pero nunca se marchitaba.
Su madre solía decir:
—No se trata de lo que ves, Amara. Esta flor vive del recuerdo. Mientras alguien la recuerde, no morirá.
Amara se levantó de golpe. Bajó del desván. Cruzó la casa con pasos rápidos. Salió al patio.
La nieve caía lenta, pero no era tan profunda. Avanzó hasta el granero. Al lado, cubierto por hiedra, aún estaba el invernadero. No lo había pisado en años. Pensaba que estaba roto, abandonado, olvidado.
Pero al empujar la puerta de vidrio, ésta cedió con facilidad.
El aire dentro era diferente. Más templado. Casi como si estuviera protegido del resto del clima. Polvo, sí, y telarañas, pero también ese olor inconfundible a plantas vivas. Y al fondo, sobre un pedestal de mármol blanco, aún estaba la cúpula de cristal.
Y la flor.
La misma flor blanca.
No marchita. No seca. Viva.—No puede ser…
Se acercó lentamente. Bajo la cúpula, la flor parecía dormir. Y justo a sus pies, entre sus raíces, algo brillaba.
Un pedazo de papel enrollado, como un pergamino diminuto.
Levantó el cristal con sumo cuidado y tomó el mensaje. Sus dedos temblaban.
Lo desplegó.
“Si encontraste esto, significa que estás lista para ver lo que otros no pueden.
No podrás hacerlo sola.
La llave que tienes abre más que puertas.Hay alguien que tiene las respuestas.
No confíes…
Pero pregúntale por la noche del eclipse.
Si titubea, no es él. Si baja la mirada, es él.Leónidas sabe más de lo que dice.
Cuídate, hija.
Todo empieza a girar.”
Amara se sentó en el suelo del invernadero, sin aliento.
La noche del eclipse.
Recordaba esa noche. No con claridad, pero sí la tensión que sintió de niña cuando la luna se volvió roja. Su abuela la había encerrado en el sótano. “Es para protegerte”, le había dicho. Había llorado. Había sentido que el mundo cambiaba.
Ahora todo tenía sentido.
O estaba a punto de tenerlo.La flor, la llave, el diario, el símbolo, el nombre.
Leónidas.
Amara volvió a casa. Guardó los mensajes en su mochila. Se puso una bufanda gruesa, el abrigo más largo que encontró y, con la nieve golpeándole las botas, se dirigió a la biblioteca del pueblo.
La decisión ya estaba tomada.
La biblioteca de Almaviva estaba en una vieja casona de piedra, con ventanales altos y columnas que parecían ruinas de un templo. Adentro, el silencio era tan denso que parecía una sustancia física. Los estantes se alineaban como guardianes mudos. Los libros, eternamente atentos.
Y en la esquina del mostrador de roble, sentado con un libro abierto y una taza de té, estaba Leónidas.
El mismo colgante en su cuello.
El mismo rostro sereno. Los mismos ojos cansados que parecían ver a través del tiempo.Amara dio un paso.
Y luego otro.Y él levantó la mirada.
—Te estaba esperando —dijo, sin asombro alguno.
Ella se detuvo.
—Quiero hacerte una pregunta —dijo Amara, sintiendo su voz vibrar desde lo más profundo—. Y necesito que seas completamente honesto.
Leónidas asintió con lentitud.
—Pregunta.Amara lo miró fijamente.
—¿Qué ocurrió… la noche del eclipse?Leónidas se quedó inmóvil.
No dijo una palabra.
Pero su mirada, por primera vez en muchos años, se desvió hacia el suelo.