La noche olía a lluvia y a peligro. Sentí cada latido de mi corazón como un tambor en la garganta cuando Sebastián aparcó dos calles más abajo del banco donde la transferencia debía activarse. La copia en la memoria USB existía; la transferencia programada estaba ahí, en la notificación que nos había mostrado. Mañana, a las tres de la madrugada, el dinero saldría de una cuenta disfrazada en Panamá.
—No hay margen de error —dijo Sebastián, repasando el plan con la frialdad de quien ha ensayado una y otra vez—. Yo ofrezco la logística, tú eres la excusa si nos preguntan, y mi contacto en la entidad suspende la operación en el último segundo.
Las palabras sonaban simples cuando las oías en el café. En la realidad, eran como una cuerda floja tendida sobre un abismo.
Entramos al coche y nos movimos a una cafetería abierta toda la noche. Sebastián encendió el ordenador pequeño que siempre llevaba, y como si activara un ritual, comenzó a teclear. Vi en su rostro la calma de la calculadora y