La noche había caído como una losa. En casa sólo se oía el tic tac del reloj y, a lo lejos, el murmullo de la ciudad. Sebastián me esperaba en el coche, con el motor encendido y la carpeta gruesa sobre las piernas. Tenía una linterna pequeña, una memoria USB y esa calma de siempre que a veces me daba seguridad… y otras, pavor.
—¿Lista? —susurró cuando abrí la puerta del copiloto.
Asentí sin palabras. El estómago me daba vueltas. Él sonrió apenas, como quien se apoya en la certeza de que el plan no tiene vuelta atrás.
Llegamos al edificio cuando Julián aún no había vuelto. Habíamos calculado todo: la hora, la vigilancia, el hecho de que él saliera a una cena “de trabajo”. Entré al departamento con las llaves que ella —yo misma— poseía. Cada paso me sonaba en la cabeza.
Sebastián ya había entrado por una ventana trasera. Lo encontré frente al escritorio con la laptop abierta y una expresión que no admitía duda. Me guiñó un ojo.
—Cinco minutos —dijo—. Entra, copia lo que haga falta, y sa