La mañana siguiente amaneció cargada de un silencio espeso. Yo apenas había dormido, con las fotografías escondidas en el cajón de la sala y el eco de las palabras de Sebastián aún taladrándome la mente.
Julián desayunaba frente a mí, con su habitual perfección: traje impecable, café negro, la sonrisa serena de siempre. Pero ya no podía engañarme. Detrás de esa calma había algo más, algo que se filtraba en cada gesto.
—Estás muy callada —comentó, levantando la vista de su taza.
—Estoy cansada —dije, evitando su mirada.
Él apoyó los codos sobre la mesa, estudiándome.
—Últimamente te noto distraída, nerviosa… como si ocultaras algo.
El corazón me dio un vuelco. ¿Me estaba probando? ¿Sospechaba que sabía más de lo que debía?
—No oculto nada —respondí con una sonrisa forzada.
Julián alargó la mano y me tomó la muñeca. Su presión fue suave, pero firme.
—Espero que no. Porque no me gustan las mentiras, Ana. Y mucho menos en esta casa.
Sentí cómo la sangre se me helaba. La ironía de sus pala