Dorian parecía responder a la sangre de Lia, pero la inminente cercanía de los cazadores hizo que la desesperación de la joven se acrecentara. Intentó levantar el cuerpo débil de Dorian aún sabiendo que no tenía la fuerza suficiente.
La penumbra que envolvía el bosque recibía destellos fugaces de las lámparas que portaban los cazadores, anunciando que estaban rodeándolos. La luz dibujaba espectros deformes en los troncos, sombras alargadas que parecían estirarse hasta atraparlos. Cada destello hacía que el sudor perlado en la frente de Lia brillara como si fuera un signo de rendición, pero en sus ojos se mantenía intacta esa chispa obstinada que la había llevado hasta allí y esa era la voluntad de no soltar a Dorian, aunque el mundo se derrumbara. El silencio del bosque se volvió insoportable, como si hasta los animales hubieran huido de lo que estaba por ocurrir. Lia sentía que cada latido de su corazón era un tambor que delataba su posición. El aire olía a hierro y miedo. Sabía que en cualquier segundo los cazadores emergerían de la oscuridad, como lobos siguiendo un rastro de sangre. —¡Alto ahí! —la voz del hermano mayor de Lia retumbó en una órden firme, cargada de odio y traición. El miedo heló la sangre de Lia y, antes de que pudiera reaccionar, siluetas amenazantes se abalanzaron sobre ella y Dorian, provocando que terminaran contra el suelo húmedo. El impacto provocó que Lia hiriera su labio y sintió el sabor de la sangre mezclarse con el miedo. —¡No, basta! —Intentó resistirse pero un cazador inmovilizó sus manos detrás de su espalda—. ¡Dorian, despierta! —¿Así termina tu lealtad, hermana? —espetó Caleb, inclinándose hasta que su mirada cargada de rabia y desprecio pareció envenenarla—. Arrastrándote por la tierra junto a un monstruo. Lia lo miró con la furia contenida en sus ojos, y aunque la voz apenas fue un susurro ahogado, cada palabra ardió como un cuchillo: —Él no es el único monstruo aquí… Dorian era un vampiro que había arrebatado miles de vidas humanas, Lia no decía lo contrario, la habían convencido que matar vampiros era lo correcto pero, ¿quién les había dicho a los cazadores que ellos eran del todo buenos? —Nos criamos para esto, Lia —escupió Caleb—, para proteger al pueblo, para aniquilar a las bestias. Y ahora, mírate… ¿prefieres morir en sus brazos que luchar junto a tu familia? En un instante, la mente de Lia volvió a los días en que Caleb le enseñaba a disparar con el arco, cuando sus risas llenaban los campos y no existía la sombra de la guerra. Ese recuerdo dolía más que cualquier golpe, porque el hermano que amaba ahora la miraba como si fuese peor que la criatura a la que intentaba proteger. —Prefiero elegir por mí misma —replicó ella, con un hilo de voz que ardió como hierro al rojo vivo—. Y si eso me convierte en monstruo… entonces al menos no seré uno que mata en nombre de la justicia. Caleb apretó la mandíbula, con los nudillos blancos mientras sostenía su daga, pero antes de que pudiera responder, una brisa envolvió el bosque. Arrastró consigo algo que todos pudieron sentir, pues llevaba el aroma metálico de la sangre… y el filo de una promesa de muerte. Las luces comenzaron a parpadear, como si una sombra invisible quisiera devorar la luz, y un rugido inhumano desgarró la noche. Como espectros de la noche, los vampiros surgieron de entre las sombras. Sus ojos rojos ardían en la penumbra, sus bocas entreabiertas mostraban colmillos afilados que centelleaban como dagas ansiosas. El suelo tembló bajo sus pasos y el aire se llenó del silbido de movimientos imposibles de seguir. Los cazadores apenas tuvieron tiempo de alzar sus ballestas y dagas. Algunos peleaban, pero otros fueron destrozados con brutalidad, los vampiros abrían sus gargantas de un solo zarpazo y sus cuerpos caían entre gritos sofocados. Lia se arrastró junto a Dorian y lo besó, sintiendo cómo despertaba y respondía al beso, bebiendo la sangre de su labio inferior, hasta que fué arrebatada de su lado por una de las bestias atraídas por el aroma de su sangre. El vampiro la sostuvo del cuello con una fuerza que le cortó el aliento. Lia intentó arañarlo y empujarlo, pero era inútil. El vampiro era como una sombra densa sometiéndola, mientras sus ojos rojos brillaban con deseo y sed. Las pupilas del vampiro se dilataron mientras observaban la sangre tiñendo los labios de Lia, como si cada gota fuese un hechizo irresistible, era de un carmesí que no había visto nunca antes. Lia cerró los ojos, convencida de que sería su final, que su existencia se reduciría a una ofrenda mínima para saciar el hambre de aquella bestia. Pero entonces, la noche rugió de nuevo. Dorian. Como un relámpago en la oscuridad, lo arrancó de encima de Lia con una fuerza que parecía imposible en su estado. Sus manos fueron garras de acero que obligaron al otro vampiro a retroceder. —Mi señor, lo lamento. El joven agresor lo reconoció en el acto y se inclinó, sometido por un respeto que trascendía el miedo. —¿Acaso ella…? —. El vampiro intentó referirse a Lia, quien estaba de rodillas en el suelo intentando recuperar el aliento, pero sus palabras quedaron en el aire cuando Dorian, con los labios manchados de carmesí y la mirada oscurecida, lo hizo callar. —Ella irá con nosotros —pronunció con voz grave, una sentencia que retumbó como un juramento. El vampiro bajó la mirada de inmediato, obediente. —Sí, mi señor. Lia apenas comprendía lo que pasaba. El bosque era un infierno de gritos y acero, pero para ella solo existía el retumbar de su corazón junto al de Dorian. Sus fuerzas se apagaban con cada gota de sangre que corría por su boca. La niebla que reptaba entre los árboles se confundía con la que oscurecía su vista. Dorian se inclinó hacia ella y la levantó en brazos con una delicadeza inconcebible, como si fuese lo único frágil en medio de la masacre. Su calor no era humano, era un frío etéreo, pero en ese instante fue el único refugio posible. Ella quiso hablar, preguntarle qué significaba aquello, por qué los otros vampiros lo obedecían, pero sus labios apenas dejaron escapar un murmullo roto. —Descansa, Lia —susurró él, inclinándose lo suficiente para que solo ella escuchara, su voz acariciando su oído como una plegaria y una amenaza—. Nadie te arrebatará de mis brazos. Sus palabras fueron el último hilo que la sostuvo antes de que la oscuridad la arrastrara. Se desmayó contra su pecho, entregándose a la única certeza que quedaba y era que él era su condena, su refugio y su salvación. Pero aunque sus ojos se cerraron, el mundo no se detuvo. Los cazadores seguían luchando, reacios a dejarlos ir, algunos con la rabia de hombres que saben que ya están vencidos. Las armas chocaban con un estrépito seco, el suelo se empapaba de sangre que el bosque absorbía como un sacrificio antiguo. Los vampiros reían, gruñían y mordían como en un festín macabro donde cada vida era apenas un instante de saciedad. Caleb forcejeaba contra uno de ellos, gritando el nombre de su hermana hasta que su voz se volvió un rugido quebrado. Vio cómo la figura de Dorian se alejaba con Lia en brazos, envuelto por las sombras, y un odio ciego lo consumió. —¡Lia! —gritó, pero su voz se perdió entre el estrépito del combate. Ella no lo oyó. En lo más profundo del bosque, acechando entre sombras más antiguas que el recuerdo, algo más aguardaba. Fuerzas desconocidas observaban. Porque Lia, con cada gota de sangre que perdía, no solo despertaba el apetito de los vampiros… sino también un rumor ancestral, un llamado que corría como fuego por la noche. Un lazo prohibido. Un destino inevitable. Y una cacería que apenas comenzaba.