Lia observó a la distancia la silueta que apenas se distinguía en la penumbra. Se trataba de Caleb, su hermano mayor. Tenía sus puños apretados y la ira ardiendo en su mirada al encontrarse a su propia hermana del lado del enemigo.
Lia tragó con dificultad. Dorian apretó su mano, haciendo que ella lo mirase. Le recordaba que él estaba ahí y no iba a dejar que nada le pasara, porque sus almas estaban unidas y ahora sus vidas por igual. La decisión que había tomado esa noche no solo la unía a Dorian, sino que la lanzaba a un mundo de peligros, pasión y secretos que jamás podría abandonar. Pero no se arrepentía, después de todo, su alma estaba destinada a seguir ese camino. —Debemos continuar —dijo él y ella asintió en respuesta. Lia se aferró al agarre de Dorian mientras emprendían su huída a través aquél laberinto oscuro. El bosque estaba envuelto en una niebla tenue, interrumpida por el reflejo plateado de la luna que se filtraba entre las ramas. Lia corría con el corazón desbocado, respirando con dificultad, la adrenalina comenzaba a disminuir y el cansancio parecía apoderarse de su cuerpo. Las heridas de Dorian se cerraron pero aún así lo que había probado de sangre no era suficiente para recuperarse del todo. Cada salto entre raíces y rocas desgastaba su fuerza mientras llevaba a Lia consigo. Detrás de ellos, los gritos de Caleb se mezclaban con los de otros hombres, rompiendo la quietud de la noche. Lia podía sentir la amenaza cercana. El solo pensar qué sería capaz de hacerle su padre si lograba alcanzarla hizo que cada fibra de su cuerpo se tensara y la impulsó a avanzar con más velocidad. —No podemos permitir que nos alcancen. —Necesito… más sangre —pronunció él con dificultad. —No podemos ahora. Lia se acercó para tomar su brazo y hacer que rodeara su cuello, dejándolo apoyar parte de su peso en ella para continuar avanzando. La sensación de cercanía la hizo estremecerse. Cada roce de su piel contra la de él parecía quemarla, recordándole que ya no podía negarlo: su vínculo era demasiado fuerte, demasiado real. —Encontraremos un escondite primero. El grupo de cazadores acortaba distancia. Las voces cercanas eran como un recordatorio de que no podían detenerse ni un instante. Lia sentía el miedo corriendo por sus venas, pero también una determinación que nunca había conocido. No podía permitir que nada le sucediera a Dorian. No ahora, no nunca. En un momento, Dorian cedió ante su propio peso y cayó de rodillas. Lia intentó levantarlo pero su fuerza no era nada comparada a la de él. Entonces, un cazador apareció repentinamente a unos metros. Los ojos de Lia se ampliaron cargados de miedo y pánico. Se plantó frente a Dorian y la flecha del cazador apuntó directo a su pecho. El tiempo pareció ralentizarse el instante en que Dorian usó su velocidad sobrenatural para ponerse entre Lia y la flecha. El extremo filoso se enterró en su carne. Su mirada se tiñó del mismo rojo escarlata que emergía de la herida en su pecho, mientras observaba al hombre con una rabia animal. Fué casi imperceptible el instante que le llevó llegar hasta él y torcerle el cuello, dejando que su cuerpo sin vida cayera desplomado. Regresó a Lia sintiéndose débil y ésta volvió a sostener su cuerpo mientras se apresuraban hacia un lugar oculto entre los árboles. Dorian dejó que su cuerpo se deslizara hasta quedar sentado contra la corteza rugosa del árbol. Su respiración era pesada, irregular, como si cada inhalación le costara arrancarla de un pozo demasiado profundo. La punta de plata enterrada en su pecho ardía como una hoguera maldita, y Lia sintió cómo el dolor de él se filtraba en su propio cuerpo, desgarrándola desde adentro. Era como si un hilo invisible, tejido de sombras y sangre, los atara en ese instante. Con cada gota escarlata que manaba de él, algo dentro de ella también se consumía. —Dime qué hacer, Dorian… —susurró, arrodillándose frente a él, con las lágrimas empañando su vista—. No me dejes sola. Dorian apenas podía mantener sus párpados abiertos, sentía cómo poco a poco iba desvaneciendose. —Debes sacarla —susurró con dificultad. —¡No! Te matará —. Lia negó de inmediato, con la desesperación encogiéndole el corazón—. No quiero… no puedo perderte. Sus manos temblaban sobre la flecha, dudando. La sentía como una daga clavada en su propia carne, un recordatorio cruel de lo que estaba en juego. Jamás imaginó encontrarse en una situación como aquella, nunca pensó que su alma se vería enlazada a la de un vampiro, pero en ese momento solo le importaba salvarlo. —Escúchame, Lia… —. Dorian apretó débilmente su muñeca, la fuerza de un moribundo, pero suficiente para atarla a sus palabras—. Si no lo haces… la plata seguirá quemándome… y nos arrastrará a ambos. Tú lo sentirás… como si fueras tú quien muere. Dorian cerró sus ojos, su respiración era casi imperceptible y el miedo era un filo helado deslizándose sobre la piel de Lia. —¡Despierta! —exclamó ella, moviéndolo, intentando que recuperara la consciencia—. No puedes dejarme sola, Dorian. Lia tomó aire con fuerza, tragándose el miedo como si fuera veneno. —No te mueras, por favor —suplicó en un susurro. Apretó la flecha y, con un sollozo que partió la noche en dos, tiró de ella. El metal salió con un sonido húmedo y cruel, arrancándole un gemido a Dorian. El dolor fue tan intenso que Lia casi gritó también, como si hubiera atravesado su propio pecho. La unión era tan poderosa que no supo dónde terminaba el sufrimiento de él y dónde empezaba el suyo. —¡No te mueras! —imploró, colocando ambas manos sobre la herida, intentando detener la sangre inútilmente—. Por favor, quédate conmigo. La visión se le nublaba por las lágrimas, pero dentro de sí había algo más. Era un vacío oscuro que la amenazaba con devorarla si él cerraba los ojos para siempre. Era la sensación de caer en un abismo sin fondo, como si el mismísimo infierno reclamara a los dos a la vez. —No dejaré que esto termine así. Lia observó a su alrededor hasta dar con una pequeña piedra que tenía uno de sus lados afilados y sin detenerse a pensarlo lo arrastró sobre la piel de su muñeca. Un fino hilo de sangre brotó, debía ser suficiente. Colocó la herida contra los labios de Dorian. —Por favor, quédate conmigo —pidió, acariciando su cabello negro. —¡Encuéntrenlos! ¡Los quiero vivos o muertos a los dos! Aquella voz fuerte la hizo estremecer. Era Henry, su padre. Lia apretó a Dorian contra su pecho, con la furia y el miedo ardiendo en su interior. Ya no había vuelta atrás. Si él moría, ella moriría con él.