Capítulo cincuenta y cuatro.
El paisaje era una obra de arte viviente. La pradera se extendía en todas direcciones, iluminada por un sol suave que pintaba todo con destellos dorados. El viento, ligero y fresco, acariciaba la piel de Ylva mientras corría con la loba blanca a su lado. Por primera vez en mucho tiempo, no había preocupaciones, no había dolor. Solo libertad, porque allá afuera se sentía prisionera de alguna manera.
Se detuvo abruptamente, sus ojos recorriendo cada rincón de ese paraíso, hacia bastante tiempo que no estaba ahí. El aire tenía un aroma puro, la paz que se respiraba era tan intensa que parecía envolverla en un abrazo silencioso, del cual no quería soltarse.
—Es hermoso —murmuró, su voz apenas un susurro—. La tranquilidad aquí… nunca había sentido algo igual.
Giró su mirada hacia Luna, quien permanecía firme, observándola con atención.
—¿Puedo quedarme contigo? —preguntó, con un dejo de súplica en su voz—. No quiero volver. No quiero regresar a ese mundo que me atormenta.
La loba blanca la