El sol del amanecer se elevaba con una promesa dorada sobre el valle. La victoria era palpable, respirada en el aire limpio y fresco que había desplazado la pestilencia de Makon.
Los Reinos celebraban, pero la alegría se entrelazaba con el luto. Banderas rasgadas ondeaban junto a rostros ennegrecidos por el dolor. Se contaban las bajas, se honraba a los caídos.
Los dragones alzaban sus alas en señal de honor.
Los elfos entonaban cantos antiguos por los caídos.
Las hadas tejían coronas de luz para los héroes.
Los enanos encendían fuegos sagrados en memoria de los que no volverían.
Cada raza había perdido. Guerreros valiosos. Hijos. Hermanos, padres.
Sin embargo, en medio de las lágrimas, una esperanza silenciosa unía a todos. Cierta leyenda, susurrada entre los más ancianos, hablaba de aquel que poseía el poder de devolver la vida; la capacidad de restaurar aquello que la guerra había arrebatado, una vez que el poder del diamante se restableciera por completo.
—Cuando el equilibrio se