El amanecer llegó tímido, filtrándose en hilos de luz dorada entre las cortinas claras. La lluvia había cesado en algún momento de la madrugada y el valle despertó cubierto por una neblina suave, como si aún quisiera silenciar todo lo ocurrido la noche anterior.
Carlos abrió los ojos primero. El fuego de la chimenea ya solo era un lecho de brasas, pero el calor persistía, abrazando la estancia con un silencio íntimo. Alondra dormía recostada en su hombro, con el cabello suelto, enredado entre los pliegues de la bata de flores que él aún llevaba puesta.
Por un instante, Carlos no quiso moverse. Quería memorizar esa imagen: ella tranquila, respirando despacio, lejos de todo lo que le hacía sentir insegura. Aquella mujer, que tantas veces se enfrentaba al mundo con un carácter de acero, ahora parecía de cristal, tan frágil y tan suya.
Un golpe lejano, quizá una rama seca cayendo, le recordó que la calma era un lujo que no duraría mucho.
Alondra abrió los ojos lentamente y sonrió. Fue una