Don Emiliano, después de escuchar lo que Tadeo le había contado, frunció el ceño con tal dureza que las arrugas de su frente parecían grietas en una piedra vieja.
—Puedes irte, compadre —dijo con voz grave, volviendo la mirada a Juan Pablo—. Yo mismo, si es posible, llevaré a Alondra ante el alcalde. Ha puesto no solo a su familia en vergüenza… también ha puesto en riesgo a una criatura inocente.
Juan Pablo y dos obreros más salieron sin hacer preguntas. Tadeo y Carlos, que habían estado a un lado en silencio, se miraron antes de seguir las órdenes. Don Emiliano los despidió con una advertencia:
—Espero que esa señorita tenga una buena explicación para esta desgracia.
Tras cabalgar durante varios minutos por los caminos húmedos de La Esperanza, Tadeo rompió el silencio.
—Vamos a la casa de Lía. Al fin y al cabo, es su única amiga.
El grupo viró los caballos hacia el lugar. Poco después, llegaron ante la modesta vivienda, rodeada de macetas con geranios y olor a café recién colado. Tad