La mañana siguiente llegó con un sol tímido que se colaba por la ventana del viejo rancho. Alondra se despertó abruptamente, sentándose de golpe en la cama. La fría madera bajo ella parecía encoger el espacio, y el silencio de la casa la envolvía con una sensación extraña, casi opresiva.
Se frotó la frente con la mano derecha y murmuró para sí misma, con el corazón cargado de frustración:
—No se puede creer en juramentos de mujer herida… ¿cómo pudo hacerme esto?
La frustración era tan profunda que ni siquiera las lágrimas pudieron brotar; quedaron contenidas, ancladas en un rincón oscuro de su alma. Luis ya no estaba; se había ido temprano, sin decir adiós.
Alondra se levantó y caminó hasta la puerta. Miró una última vez el rancho, la imagen de aquel lugar que había sido testigo de sus sueños y también de sus heridas. Movió la cabeza con desdén, como queriendo borrar los recuerdos que la ataban a ese lugar.
Sin decir palabra, tomó unos fósforos del bolsillo y los encendió con determin